Prometí escribir la anécdota más divertida de mi infancia. Solito me disparé en el pie por pendejo.
No es que mi infancia fuera infeliz o trágica; independientemente del bullying del que ya he escrito, tuve una infancia feliz con mis carnales. El problema es que los momentos que más recuerdo son los tétricos, las tormentas, los fantasmas y las sombras que creí ver. De hecho, justo estoy trabajando otra antología sólo de esos recuerdos, todo el terror que he vivido.
A pesar de ello, haré el mejor intento en divertirte…
Cuando nació mi hermanita, la Rata, padecí un quiebre emocional por “perder” la atención de mi madre (*inserta notas de violín para armonizar*). A mis cuatro años volví a orinar la cama, todas las noches sin falta. Aunque me deshidratara por horas antes de dormir, cada mañana escuchaba el grito frustrado de mi madre al revelar las sábanas en las que me revolcaba; me mandaba a bañarme y ella, cansada y con la espalda jodida, embarcaba su ritual de lavado. No podía quedarme a dormir en casas de mis amigos por mi “detallito”, como le decían. Al parecer, le explicaron a mis padres, era normal, sólo un mecanismo psicológico para llamar la atención, pero, no mamen, estaba de la chingada. Otros animales tienen camuflaje, armaduras, garras… ¿Yo? Meados emocionales, como un zorrillo deprimido. Chingón…
Tardé ocho años en recobrar el control de mi vejiga. No hubo ningún truco mágico ni medicamento; sólo me avergonzaba tanto despertar entre orín cada mañana, como si fuera un bebé, y me agarré los güevos: “No me vuelvo a mear”. Aunque desde entonces he cumplido mi palabra, obviamente quedé ciscado y siempre que tengo la mínima sensación de humedad mientras duermo, me levanto en chinga. Puedo tener un ejército en mi cuarto, bocinas a todo volumen, sartenazos junto a mí —ha pasado—, y me mantengo como tabla muerta, dormido..., pero sueño que estoy en una alberca o escucho que está lloviendo y, valió madre, corro al baño. En temporada de lluvia casi no duermo por lo mismo. Así soy desde los doce o trece…
En fin… la anécdota divertida, ¿verdad?
Creo que era agosto en mis tierras, justo en la única semana que llueve en ese desierto infernal. Cerca de las tres de la mañana un relámpago me mandó directo al baño. Sólo saqué unas cuantas gotas: falsa alarma, pero ya despierto, chingue su madre, ¿a quién le cae mal un bocado nocturno? Al niño gordo que fui definitivamente no.
Salí del cuarto lo más callado que pude; mi familia estaba dormida. Los truenos iluminaban mi camino a lo largo del pasillo y las escaleras. Ya abajo, escuché un murmullo lejano, un traqueteo mudo en la cocina, cientos de pasos de un ejército diminuto.
No sé si por miedo, por valentía o sólo por estupidez, no grité ni busqué a mis padres, no… El Vago pendejo de la preadolescencia se dijo “Vamos a ver qué pedo en la cocina, en pijama, ¿por qué chingados no?”.
Caminé pasmado, sosteniendo el aliento, hasta que llegué al marco de la puerta y me asomé entre cagado y curioso.
Entonces, la descubrí…
Ahí, frente a la iluminación ambigua del refrigerador, ante las puertas abiertas, se encontraba una creatura encorvada royendo un bloque de medio kilo de queso. Sus garras se aferraban hambrientas a cada lado de lo poco que quedaba del lácteo, mientras se atragantaba. El cabello le cubría el rostro, sonidos guturales emergían como lamentos. Era una escena trágica y conmovedora, casi tanto surrealista…
—¡Qué pedo, pinche rata! —, ante el grito, mi hermanita reveló sus cachetes repletos de queso. En sus ojos, vergüenza y sorpresa. Soltó el queso, como si fuera la primera vez que lo viera, como si fuera algo asqueroso, como si no acabara de englutirse la mitad ella solita.
Prendí la luz y me cagué de risa. No estoy seguro, pero casi podría jurar que la Rata intentó excusarse con que estaba dormida, que por qué la despertaba, que qué me pasaba.
¡Qué me pasaba a mí!
Ella, una niña de ocho años o menos, que no podía pesar ni cuarenta kilos (más el medio kilo de queso que se acababa de echar), me cuestionaba a mí qué me pasaba. Obviamente no aguantó mi burla, dejó el queso en el piso y se fue corriendo a su cuarto.
Cuando recuperé la compostura, yo mismo le di su buena mordida al queso que quedaba. Al final de cuentas, iba por un bocado, ¿no?
Desde entonces, y contra el odio de algunos meses, se le quedó el apodo de “Rata”. Pero nunca se te ocurra llamarle así —ni siquiera mi padre se atreve a hacerlo—; definitivamente contaría tu historia, pero te puedo asegurar que no será una divertida…
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