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  • Foto del escritorVago Flores

14 de febrero

Cecilia me dejó hace dos años. Desde entonces, hui de las mujeres y todo lo que las rodea. Hasta hoy.


David me convenció de venir. Digo "convenció", pero en realidad me forzó con la amenaza de que retendría el fideicomiso familiar. Él heredó la empresa y "si me porto bien", mantiene mis "hobbies", hijo de puta. Mi madre nunca creyó —ni siquiera en muerte, al parecer— que yo tendría la capacidad para administrar mi vida.


La fragancia a café, el murmullo alegre, los corazones que flotan alrededor... Todo me nausea. No tiene sentido este falso romanticismo, plagado de capitalismo. Camino hasta el mostrador y me preguntan el tamaño de mi café en medidas incomprensibles para cualquier humano sapiente.


Suspiro con la mirada al aire. Veo el reloj sobre el mostrador que anuncia mi pena. Señalo exhausto en el menú lo que quieren que enuncie, estudio callado los ojos saltones y alegres de la cajera. Perra. No caeré en sus juegos ni manipulaciones.


Tomo asiento al ritmo de una aborrecible composición de jazz. ¿Se le puede llamar "composición" cuando no hay arreglos coherentes? En el reloj veo que la manecilla marca tres minutos tras mediodía. Mantengo la esperanza de que Esme se retracte.


Esme. Pregunté si era apócope de "Esmeralda". Al parecer no, y llevo desde la madrugada debatiendo qué nombre es peor: el de una prostituta o el de una prostituta floja.


Hace tiempo dejé de cuestionar dónde conoce David a sus mujeres, qué más da lo que haga con su vida, pero tengo que convivir con... Esme. "Quince minutos nada más", me prometió. "Quince minutos y te adelanto dos mensualidades, ¿te late?". Al menos sólo quedan doce y, entre más se retrase, mejor para mí. David no estipuló que Esme tenía que estar en la cita para su validez. Se eriza mi piel ante el vacío legal, pero escucho la campanilla de la puerta.


Tenso los puños al instante, mi quijada se contrae. Atisbo desde mi asiento a la cualquiera que se abre paso en la cafetería. La maldita sonríe burlándose de mi desgracia, claro. Con sus caderas al aire, camina hacia la mesa. Conectamos miradas y... se sigue de largo.


Escucho a otra mujer saludarla y, sin darles la importancia de girarme, me percato de que inician conversación. No es Esme.


—¿Al? —, me sorprende una figura escualida. Mal elevo la mirada y, sin presentaciones necesarias, la identifico: los ojos cristalinos y vacíos, los labios insípidos, el maquillaje barato, justo como la imaginé—. Tu hermano me dijo que sería fácil reconocerte.


—¿Por qué? —ni ella, ni David, ni nadie puede encasillarme en "fácil de reconocer"—. ¿Qué te dijo de mí?


Percibo las manos nerviosas deshilando el suéter que recubre su figura; también, el esmalte mordido de las uñas. Genial, una más con problemas de ansiedad.


—¿Sabes qué? No importa. Acabemos con esto, ¿te parece? —confundida, como liebre deslumbrada a media noche, toma asiento. No me mira, no habla, incluso dudo que siga respirando.


Entonces, fantaseo con la posibilidad de que caiga muerta frente a mí. Su cabello se desperdigaría por la mesa y sus manos se mecerían exánimes frente a las rodillas. David lo usaría como excusa para no pagarme mi dinero. Pero la vida de mi cita tampoco se estipuló como restricción vinculante. Aún así, no la asesinaré; me da pereza tan sólo imaginar el alboroto de los comensales.


—¿Qué... Qué pediste? —su voz se murmura fastidioso. Ante la ausencia de respuesta, su cabeza se retrae más entre los hombros, insinuando que carece de espina dorsal.


Reviso el reloj: cuatro minutos más. Me acomodo en la silla y sitúo la mirada en el cristal al otro lado. Desde ahí puedo divisar una cajero automático. Más le vale a David que deposite al cantidad exacta, ni un segundo tarde.


Aprovecho para distraerme con la cuenta regresiva. Sólo por diversión, enfatizo cada número primo con la punta del meñique sobre la mesa.


—Ciento sesenta y... —de nuevo su maldita voz. Pero...


—¿Qué dijiste? —me escucho más agudo de lo que me enorgullece.


—"Ciento sesenta y siete". Estabas contando, ¿no? —Claro que contaba, pero ella no puede saber en qué número. No tolero la arrogancia de las personas que creen que pueden asumir los procesos internos de los demás. Seguro era su patética forma de llamar mi atención, como todas.


—No en voz alta —, entonces, por primera vez en la cita, asomó su rostro. ¡Y nada menos que sonriendo! Sus descarnados labios se arquearon como los de un maldito arlequín. Con qué derech... ¡Y ríe!


—¡Claro que no, tonto! —exhala divertida—. El conteo con tu meñique, me refiero. Llevabas treinta y nueve... Números primos, ¿correcto? Sólo que te equivocaste en el sesenta y dos. Pero no te preocupes, yo siempre me confundo con el cincuenta y siete. Prometo no decírselo a tu hermano...


Sus manos bailan alrededor de su cabeza y su voz deja de ser tan molesta. El brillo en los ojos, mientras explica sus métodos de conteo favoritos, me alumbra. Incluso me rio de una de sus bromas.


Quizá esto no fue tan mala idea, después de todo. Le pregunto si quiere ordenar algo en la barra y, cuando me levanto para acompañarla, descubro las manecillas del reloj sobre el mostrador: 12:15. Qué lástima... Me doy media vuelta y con un movimiento de mano me despido.


Camino al cajero automático, imagino la mirada decepcionada de Esme y contracción abdominal me frena. No intentó detenerme, tampoco me siguió. Esme me dejó partir. ¿Qué clase de mujer hace eso...?

No todo lo que escribo es seda.

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