Por Lolo.
El fin de semana me topé con un padre y su hija en la banqueta. El hombre le enseñaba a andar en bicicleta a la niña. Pedalea, hermosa, pedalea. Pero ella sólo lo observaba desde su bici. ¿Enojada?
Me detuve a unos metros de ellos, encendí un cigarro y esperé.
No quiero, al fin confesó. ¿Por qué, princesa?
Porque me da miedo caerme.
Mientras el humo escapaba de mis pulmones, anticipé que el padre se le acercara y le diera un discurso gastado de que está bien tener miedo, que todos nos asustamos, que es normal, pero que debemos actuar a pesar de él. Me acabé el cigarro esperando.
El hombre se acercó hasta la pequeña estrechó su hombro y le dijo que regresaran a casa...
Hace dos meses dejé de publicar. El 19 de marzo por la noche falleció mi abuelo, mi Lolo. No nos tomó por sorpresa; fueron semanas de esperar noticias diarias de cómo empeoraba su salud, hasta que sus últimas horas, los doctores anticiparon lo evidente.
La ansiedad no me dejaba dormir, pero cuando al fin me acomodé en la almohada, me marcó mi padre.
Sólo para avisarte que —un silencio cargado de pesar y— tu abuelo ya falleció.
No lloré. No di el pésame. No fui desde ese momento. Colgué la llamada y preparé todo lo necesario para regresar a mis tierras. Esos días poco me importaron los lineamientos de salud; necesitaba estar con mi familia.
Cuarentaitantas horas después, sin dormir y bajo el sol, observaba la seca fosa en la que descansaba el ataúd. Pensé en las fauces de la tierra y en que nunca se sacia. Escuchaba los rezos, cantos y sollozos de mi familia, mientras yo sostenía el hombro afligido de mi madre.
No sé en qué momento terminamos de vuelta en la casa de mis padres, comiendo un bizarro buffet entre sushi, pizzas y pollos rostizados. La compañía le hacía bien a mi familia. Yo llevaba años sin ver a algunos de mis primos. Demasiados para saber la fecha exacta.
Aún así, yo seguía vacío. Sonreía por inercia, me alegraba y enmudecía por reflejo. Algunas bromas y suspiros...
... pero yo no estaba ahí.
Durante días no he estado, no he sido... Vivo por vivir. Las palabras se ocultaban entre la neblina no de la tristeza, sino del recuerdo. Por más que me esfuerzo, no logro recordar si mi Lolo alguna vez me leyó. Cada día me convenzo más de que no, de que nunca supo quién fui, y estoy en paz con ello.
Sentado frente a la computadora, mientras escribo esta dívague, me asombro de todo lo que ha cambiado en dos meses. Bien podría jugar la carta de empatía y admitir que no he escrito por el funeral, por el dolor, por el no saber...
Pero hay mucho más en la mesa.
Esa misma semana, estuve en chinga con clases y juntas. Hace un mes firmé contrato para un nuevo proyecto del que no puedo compartir demasiado más allá de que nunca había afrontado un reto tan cabrón, tan motivante, y que me quita un chingo de mi tiempo.
Por lo mismo, Flores de la vida no saldrá en los tiempos que teníamos programado. Ni siquiera sé cuándo será. Sólo sé que me estoy partiendo la madre por amanecer cada día más temprano para seguir dándole, para ofrecerte mis flores en el ramo que mereces...
El blog lo he tenido empolvado, pero eso se corrige hoy. En las noches, recluido para unos cuantos, pero vivo.
"Vivo" gracias a la niña que aún no sabe andar en bicicleta.
Hoy no he dejado de pensar en ella, en la fiereza en sus ojos al confesar que no quería caer. ¿Quién querría? Pero, sobre todo, en la honestidad de sus palabras. La misma honestidad con la que hoy me siento para confesar que también temo.
Temí el tono de mi celular aquella noche.
Temí no volver a ver a mi Lolo.
Temí alejarme cada vez más de mis palabras.
Temí no estar listo pa' los retos.
Temí que mis lectores me olvidaran, que no me perdonen abandonarlos.
Temí no ser suficiente...
Hoy mantengo esos miedos en alto, con orgullo. Soy un pequeño que no sabe andar en bicicleta —fuera de mame, no sé andar en bici— y, aunque el mundo me lo quiera explicar con palabras endulzadas, no sabré cómo hasta partírmela en el concreto.
Durante dos meses me sentí un fracaso por ellos, pero necesité mirar al frente, admitirlos y resguardarme un rato en la comodidad de mi casa el tiempo suficiente.
Sé que Lolo no me leyó y nunca lo hará. No estuve con él sus últimos momentos, pero cada día durante veintisiete años fue mi ancla y mi guía, y aunque no me lea, al menos otras personas leerán de él. La única forma de lograrlo es aceptando que ha pasado el tiempo necesario. Salgo de mi casa y me encuentro a mi miedos una noche más.
Quién sabe, quizá pronto también me encuentre con la niña, pero esta vez, pedaleando en bicicleta.
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