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  • Foto del escritorVago Flores

¡Beso! ¡Beso!

El mayor miedo del hombre es el amor… o la carencia de éste.

Visualiza sus gordos labios como orugas que se arrastran por el rostro; dos pedazos de suculenta carne. No sabe si lamerlos, comérselos o sólo… besarlos. Saturna, se repite una y otra vez, en la seguridad del baño. Saturna.


—¿Qué esperas? —los compañeros se aglutinan del otro lado de la puerta. Algunos golpean ansiosos, otros aullan como animales—. ¡Ya está afuera! ¡Es hora!


Es hora. Las gotas de realidad corren por su frente; se aferra a las paredes que lo resguardan. La garganta se seca, se contrae. Azota la nuca contra el escusado y…

 

—¡No! —corearon los demás fascinados.


—A-já —su mirada se alzó por los cielos. Todos los compañeros lo admiraban, era el rey de la escuela, el primero en besar a una niña. Se hablaría de él por generaciones como “Carlitos, el labios tibios”. Muchos antes que él lo habían intentado, pero todos regresaron con la cabeza caída.


—Na-á —, una voz entre la multitud surgió filosa, contundente.


—¡A-já! —, contrapuesta, la voz de Carlos chilló nerviosa, débil.


—Pues, demuéstralo; bésala de nuevo.


El salón enmudeció un segundo, hasta que un prolongado “Uh” se materializó en un fluido rosado y viscoso; se extendió del suelo a las piernas flacas de Carlos…

 

Es hora, pero el uh lo acecha desde el pasado. La mancha lechosa rodea a Carlos en el escusado, se escurre por el suelo. En ésta parpadean ojos deformes, se fijan en el pequeño. Con cada parpadeo, se multiplican en decenas, cientos, miles…


La puerta del baño se abre y enmarca a Carlos firme, con la mirada al frente. Con el dorso de la mano, limpia desde los cachetes, hasta la boca; después, los mocos que cuelgan de su nariz. Los aullidos se intensifican. El niño siente los palmeos de sus seguidores que lo guían hacia el patio, pero, en el fondo, escucha el uh de la viscosidad; trepa las paredes, escudriña desde el rincón y lo rodea.


Sus zapatos se atascan con la viscosidad; ésta se aferra a los talones y tobillos, lo arrastran, evitan que se detenga. La legión de ojos grita ávida que siga; el perpetuo uh se incorpora agresivo.


Sólo la mirada de Carlos puede escapar de lo que le espera.

 

Bajo el sol, el clamor de los niños se intensifica. Una multitud morbosa y desesperada vitorea la llegada de Carlos y abre paso para revelar a la joven.


Saturna espera sentada en una banca, con la mirada caída. Trenza su cabellera plateada una y otra vez, hasta que una compañera le indica con el codo lo que pasa. Insegura, levanta el rostro; se ilumina ante la presencia de Carlos al otro lado del patio.


Él se paraliza ante la visión: un árbol la cobija del sol, su falda baila débil con el viento, la sonrisa…, sus labios brillan delicados por el labial de fresa. Se diluyen los gritos, la gente, los uh y la viscosidad…


… hasta que los compañeros lo jalan de la playera al final de su recorrido. De un empujón, lo confrontan con Saturna; las niñas imitan el gesto con ella. Se ven forzados a descubrirse frente a frente.


—¡Bésala! —, sin aviso, el ente viscoso recorre sus clavículas hasta el tímpano de la oreja. Lo seduce con la punta de la lengua—. Bésala…


El fluido rosado recubre a los compañeros. Se multiplica para formar un ejército putrefacto, rosado, que rodea y hostiga a Carlos. Bésala, abuchea estrepitoso. Bésala, mientras vigila cada uno de sus movimientos. Carlos busca alrededor un hueco por el cual escapar, pero lo cerca una trinchera de cuerpos que se derriten.


Rendido, sucumbe a la presencia de Saturna…


… excepto que ya no hay Saturna. Frente a él, una repugnante figura le sonríe. Dos cuencas vacías lo observan satisfechas; en éstas, Carlos puede apreciar su reflejo horrorizado. El rostro lechoso se distorsiona; revela una sonrisa torcida, hilos rosados se conectan de un extremo a otro, como chicle caliente.


Los dos muñones que deberían ser sus manos toman a Carlos de los hombros. Se escabullen hasta su espalda, mientras jalan de él. El niño grita despavorido por auxilio de algún amigo, compañero, profesor. Alguien, por favor…


En el patio se escucha el reclamo por un beso.


Permanece el rostro de Carlos, todo su cuerpo se ha consumido de la viscosidad rosa. Se arrastra por cada poro, por cada orificio; le priva la vista, el oído, el tacto… De Carlos, sólo quedan sus labios que, débiles, se contraen para formar una temblorosa y torpe o.


—¡Beso! ¡Beso!

No todo lo que escribo es seda.

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