La luna brilla roja, alto en el cielo, sin ninguna nube en el camino. El calor golpea las ventanas. En cualquier momento se derritirán. Las lagartijas salen de sus recovecos en busca de refugio, en busca de humedad, aunque sea sólo un poco.
La perilla del departamento se tambalea, trémula. Por un momento eterno, que sólo ocurre de noche con alcohol, la llave no encuentra su orificio. Un golpe resuena en el pasillo. La llave se rinde.
Al otro lado de la puerta, un joven no se mantiene en pie. El pasillo le juega una mala broma. Se aferra a los tobillos y al cuello del joven. Él lo observa de reojo. Sonríe histérico por lo que presiente. Eructa como preámbulo.
Se gira sobre el costado, acentúa la sonrisa. El vómito desciende por la mejilla, cae constante y débil hasta ensuciar el tapete debajo.
Eso le enseñará, piensa.
Apoyado en una mano, el joven se levanta. El equilibrio lo arrastra hasta la pared contraria a la puerta. Alcanza a amortigüar el golpe, no las náuseas.
El ácido erupta desde la garganta, sin contención. Él descansa ambas palmas en el muro del vecino. Se deja llevar hasta que le quema el cuerpo.
Con eso será suficiente, se alegra al enjuagar su brazo con el sudor de la frente. Éste se acumula alrededor de la boca, sobre el pecho; es pegamento etílico.
Reincide en las llaves que dejó colgando de la perilla. No bailan como antes. La noche parece sonreírle.
Apenas se distingue la silueta de los muebles con la luz de la luna. El joven pasa de largo el interruptor de electricidad. Camina directo a la cocineta junto a la sala.
Se detiene frente a una pila de trastes sucios. Toma un vaso con residuos secos en el interior, estudia el grifo del agua.
Enciende su celular: marca pasadas las dos de la mañana.
—Chingue su madre…
Busca en las repisas encima del refrigerador. Se empecina en remover todo lo que encuentra. Estira el brazo tanto como puede, ignora el dolor muscular. Muerde distraído su lengua.
—¡A güeeee-vo! —canta victoria al sacar una botella de bourbon. El impulso lo empuja hasta la barra detrás de él, se aferra a la botella con todo el cuerpo.
Con el trofeo en ambas manos, se dirige hasta la sala, se deja caer en el sillón. Mantiene un pie en el piso para no salir volando. Coloca la botella junto a él, enciende el celular y escribe: “Kaile s seghuirlaa chikirta aun esz temopra”.
Son las 02:37.
Suelta el cel por ahí, se estira satisfecho. Coloca las manos detrás de la cabeza, mientras espera una respuesta.
Ignora cuánto tiempo ha pasado.
Toma el cuello del bourbon, en la oscuridad. A tientas le arranca el corcho con los dientes. Escupe al aire, escucha el bop en el suelo y decide empezar por su cuenta.
Empina la botella sobre sí; la garganta se lo implora, el estómago lo teme. Se funde en la piel del sillón mientras espera a que caiga la bebida. El sudor le baña el pecho, se desliza por las costillas hasta llegar a la espalda. La pegajosa humedad lo refresca al menos ese momento.
Su boca sigue reseca, con el after-taste del vómito. Abre los ojos para cerciorarse de que no esté tapando nada con el dedo. No. Sostiene firme el cristal con una mano. La acerca más a la boca y golpea el fondo. Se extraña. La botella no tiene canica; la gira para ver cuánto bourbon le queda: más de la mitad. Vuelve a girarla y la zarandea sobre sí. Golpea más fuerte.
Se intenta levantar, las almohadas lo aprisionan. Sin soltar la bebida, se aferra del respaldo del sillón. Jala fuerte, hasta que la gravedad cede.
Al filo del cojín, se arranca la camisa. Una manga aún queda en el brazo, pero él se concrentra de nuevo en beber algo.
Asoma el ojo a través del único agujero. El líquido bronce baila dentro. Inserta el dedo tan profundo como alcanza. Lo baña en alcohol. Emocionado intenta probarlo de un lenguetazo, sólo prueba mugre y vómito viejo, nada de bourbon. Sobre sus pies zacude la botella. Cada segundo se secan más. Él se seca más.
Una punzada en el hígado pone de pie. Inserta la botella en su boca y la penetra con la lengua, hasta el fondo. El músculo se desliza deshidratado en el cristal, siente cómo se hincha, pero aún no hay dejo del bourbon.
Desesperado intenta alejar el frasco. Su lengua no sale, está atorada. Balbucea exasperado. Busca a su alrededor, en la oscuridad, por respuestas. No hay nada.
Sus ojos pierden enfoque en el filo de la botella, en el brillo rojizo. Jala más fuerte, no cede.
Corre hasta la cocineta. Entre angustia, la embriaguez y la velocidad, suelta la botella. La lengua sigue dentro.
El vidrio estalla contra el concreto. Los fragmentos chocan contra sus zapatos y los muebles. Atento, escucha el líquido derramándose. Poco a poco, aguijones recubren la lengua. La sangre emana insípida a lo largo de la quijada.
El grito ahogado resuena en el departamento.
El joven se tira sobre el charco. Baña su rostro con las manos. Siente el líquido fluyendo a través de la cara, sin sabor, sin aroma, cual polvo.
La lengua deja rastros de sangre en el suelo. No percibe el alcohol, ni los fragmentos de cristal enterrados. Traga cuanto puede, restregando el rostro en el piso. El vidrio desciende difícil a través de la traquea. Él sólo quiere beber aunque sea unas gotas. Seguirla, pues aún es temprano.
El sol se refleja sobre la pantalla que muestra una notificación brilla en la pantalla del celular: “No mames, no. Estás ahogado”. El cadaver apesta. El calor persite.
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