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  • Foto del escritorVago Flores

CAMUFLAJE: "Uñas rojas"

Veo mis uñas con vergüenza. Se refleja en el espejo; estoy nervioso, puedo verlo. Suspiro lleno de pesar. Necesito aire, aunque lo único que quiero es gritar hasta que sangren los pulmones, que mil puñales atraviesen mi cuerpo.


Tomo un traje del clóset, el azul marino que tanto le gustaba, y me lo pruebo. Creo que se sentiría orgulloso al verme.


 

Recuerdo aquella tarde. Tenía más miedo de morderme las uñas que de costumbre. Mi padre siempre me regañaba por ello. “Cadete, se va a lastimar”, me repetía. No me gustaba hacerlo, en serio. Me causaba conflicto ver mis dedos así, heridos y despellejados. Él no entendía.


Me río de pensar en mí como un ratón nervioso y hambriento. “Pinche ratoncito”, me decía cariñoso cada vez que me descubría en un rincón. Pero esa vez roí hasta probar sangre en cada bocado. Ardía.


—¡Cadete! —, me sorprendió en el baño—, ¿está listo?


Estaba listo.


Me levanté de la tina, aún en mi pijama. Lo miré directo a los ojos, entre lágrimas. Sé que se dio cuenta de que algo no estaba bien, porque se hincó en una rodilla para estar a mi nivel. No dijo nada. Sólo miraba, sereno.


Quería hablar o eso creo. Eso me gusta recordar. Sí, en verdad, quería, pero mi garganta era un nudo de clavos, una trituradora que destruyó mi voz. Escondí mis manos en las bolsas de la pijama; mi mirada, en una esquina.


Él mantuvo la altura, se deslizó sobre la rodilla y reposó su mano en mi hombro. Hice lo que pude por mantener la altura. Quizá, no era momento de que hablara. Quizá nunca debía hacerlo. No con él. Con nadie. Respiré hasta llenar el pecho y elevé la barbilla.


Mi postura era la de un soldado fuerte, tal como él me enseñó. Las manos firmes a los lados, los pies a la altura de los hombros, la boca sellada. Apreté los ojos para contenerlo todo adentro. De alguna manera, al cerrar los párpados, el mundo se detenía a mi alrededor. Los monstruos del armario no te pueden alcanzar en la oscuridad, por eso siempre me escondía debajo de las sábanas.


—¿Qué pasa, cadete? —Mis lágrimas difuminaban su rostro; su voz era ronca y clara. Me aferré de su brazo y caí de rodillas frente a él. El llanto me rompió. Los espasmos partieron mi cuerpo a la mitad.


No estoy seguro de haberlo dicho. Él sabía quién era, incluso entonces, pero no puedo asegurar que pronuncié las palabras.


Veo mis uñas, ahora, y sé que no es lo único que me carcome. Sé que no es lo único despedazado en mí.


Me levantó entre los brazos, me llevó hasta el espejo y me mostró mi rostro hinchado y enrojecido, los mocos corrían alrededor de mis labios. Eran costras cristalinas de vergüenza, heridas de guerra.


—¿Sabe, cadete, por qué los soldados usamos pintura en el campo de batalla? —preguntó, mientras limpiaba mi rostro con un pañuelo. Mi respuesta inmediata fue que lo hacían para que no los vieran. Su risa aún resuena en mí—. Muy bien, cadete. Pero no sólo por eso. Es para que el enemigo no pueda ver nuestro dolor.


Aún hoy me parece absurdo pensarlo a él con miedo ante el enemigo, doblado de dolor. Luego pienso en sus últimos días.


Levanto el rostro frente al espejo y pienso en las palabras de mi padre. Le gustaría mi traje azul marino. Tomo la acetona y un algodón del tocador. Despinto hasta el último rincón de mis uñas. Me deshago del camuflaje.

No todo lo que escribo es seda.

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