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  • Foto del escritorVago Flores

Canario en su jaula

El trino del ave suena lejano, cual arrullo. Al cerrar la puerta del baño, desaparece.

Se mira en el espejo. Descubre a la misma joven de veintiún años que fue hace tantos; la misma sonrisa, la misma piel dura, los mismos sueños. Los mismos sueños. También descubre tímidas arrugas abriendo paso al final de los párpados, pocas y notorias canas justo en el remolino sobre su frente, cansancio sobre las cejas.

Las paredes la rodean.

No se había dado cuenta de lo pequeño que era hasta ese momento en que el techo se sume sobre ella. Cuando entraba ahí, sola, nunca lo sintió sofocante. Ahora…

La prueba debe de mostrar los resultados. Han pasado más de cinco minutos. Toma el plástico que está sobre el lavabo y corrobora los resultados del laboratorio: positivo.

El excusado se aproxima; la regadera, el espejo, el tapete, las toallas, la puerta azul… el mundo entero se encoge.

Mira el palo, las dos marcas paralelas y los resultados del laboratorio. No le queda ninguna duda, sólo el reflejo en el espejo y el cansancio. Está embarazada.

Se aprehende al filo del tocador, agacha el rostro y exhala. En ese aliento libera la incertidumbre, las posibilidades y el alma. En ese aliento se escapa la maternidad de las generaciones pasadas.

Algo crece en su interior. Se aferra a sus entrañas. O lo haría de tener uñas, piensa. Ese algo mendigará comida, aliento y vida, suplicará cariño, robará tiempo.

Ese algo no nacerá.


Andrea respira de nuevo, contundente. Aprieta el mármol del lavabo, con fuerza, columpia su cuerpo ante el abismo y salta.


A un lado de la prueba de embarazo, tiene preparada la receta: tres dosis de cuatro pastillas. Cada una, doscientos miligramos.


Con eso bastará, se promete mientras coloca las primeras cuatro debajo de la lengua.


 

Las entrañas se encargan de abrir paso a la vida, a la muerte. Se contraen, purgan lo que no pertenece. Cada pulsación es un grito de escape, el desgarre en la garganta.


 

Los mosáicos en sus nalgas desnudas erizan cada uno de sus vellos. Recorre el pegamento que los une con la punta de las uñas. No recuerda cuando fue la última vez que les dio una pasada de barniz; el que lleva está roído y mordisqueado, rojo.

Es una pésima costumbre, sabe, pero lo hace desde niña siempre que está aburrida.

Escucha a su padre, frente a ella. Lo ve dentro de la tina, aunque no esté ahí.

—¿A esto has llegado, mi’ja? —Tuerce la cabeza, tras un bufido.

Revisa la hora en su celular. Debería de ocurrir en cualquier momento. Se deja sostener por la pared, también fría.

—Te estoy hablando, Andrea —suspira. No tiene ánimo de hablar con fantasmas, alucinaciones ni figuras paternas—. Qué me peles, con un carajo. ¿Qué le haces a mi nieto?

La carcajada retumba en el minúsculo cuarto, mientras su padre la regaña.

—¿Ya te volviste loca o qué chingados, Andrea?

A pesar de no llevar ropa, una gota de sudor le da escalofrío en la espalda.

Andrea se enjuaga el rostro con agua de la llave. Pasa la mano mojada por la nuca y da dos, tres palmadas. Un suspiro se le escapa primero que todo lo demás.

Algo la patea, estruja sus vísceras.

—¿Ves lo que provocas?

Apenas logra sostenerse del excusado. Respira profundamente, se recluye en el poco aire que le queda.

Busca una ventana, como si no conociera el baño.

La puerta azul.

El rostro de Andrea retumba contra el suelo. Truena su quijada. Intenta apoyarse en las manos; no logra levantarse.

—¿Te arrepientes?

Las pupilas son dos ranacuajos que buscan escapar de los lagos negros que los apresan. Aletean rápido, incoherente. Se rehusan a confrontar al padre frente a ellos.

—¿Te arrepientes, Andrea? No busques mi mano, hija. Esta es tu pelea.

Pelea contra algo sin rostro ni aliento. Algo sumergido en tripas, sangre y lástima.

Andrea se arrastra entre baldosas y el tapete. Le es imposible alcanzar la perilla. Si tan sólo pudiera…

Su cuerpo se contrae hasta el rincón.

—Por favor —la luz se consume en tripas y abandono—. Por fav…

A lo largo de su pecho, corre vómito. El líquido amarillento resbala hasta el vientre; ahí se resguarda, mientras Andrea se esfuerza por sacarlo de su cuerpo.

Por más que empuja, no se deshace de él. El aroma penetra por la nariz, preña su pulmones. La golpea.

—Resiste —sin expresión, el padre se hinca frente a ella. La observa con la cabeza ladeada—. Aguántale, mi’ja, que es lo que querías.

Las manos caen rendidas a los costados de su cuerpo. Bañada en vómito y en sangre, nauseada de sí misma, ceden los párpados. Se desmaya.


 

La sangre baña y purga penas y dolor.

La sangre fluye aun con presas.

Sangre es vida. Sangre es muerte…


 

El llanto la despierta.

Alrededor, sólo encuentra borrones y manchas. Su mundo es un sueño del que necesita despertar; en el que necesita abrir los ojos.

De pronto el llanto es un murmullo, cadente y lejano; es su propio llanto.

Las manchas cobran forma. Sigue en el baño. Sin padre, sin prisiones y con aire. Su cuerpo yace sobre un charco de vómito y sangre y coágulos.

Cuidando no resbalarse por los fluídos, logra levantarse.

Sin hacer ruido, abre la llave de la regadera. Deja que el agua limpie su cuerpo. Gira a un ritmo para ocuparse de cada rincón.

No deja de observar el charco frente a la puerta. Tendrá que tirar el tapete, se asegura, y limpiar a fondo entre los azulejos.

Restriega su cuerpo con la esponja una tercera vez. Acomoda todo en su lugar y cierra la corriente.

Con una toalla envuelta sobre su pecho, camina cuidadosa hasta la puerta turquesa. Su mano se detiene un momento ante la perilla. Sabe que afuera le espera el mismo mundo que antes, el ruido, las culpas.

Abre.

El canto del canario la recibe cálidamente desde su jaula escarlata. Andrea se acerca alegre a saludarlo. Aún se siente débil, pero una sonrisa decora su rostro.

—¿Me esperaste despierto? —El ave salta en la rama sintética, aleteando inquieto—. Lo lamento.

Al abrirse la reja, el canario se queda inmóvil; sólo rota la cabeza de un lado a otro.

Las puertas del balcón azotan de pared a pared. El viento sopla plácido y el sol alumbra a lo alto.

Andrea se recarga contra el muro de concreto, rodeada de sus plantas, ansiosa de que el canario vuelva a volar.

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No todo lo que escribo es seda.

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