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  • Foto del escritorVago Flores

El caballero de la armadura rota

Mi mente vuela un momento perdida en el reflejo de la ventana, en mis ojos, mis labios, mi cuello, mi silla… Hasta que salta.


Frente a mí, al otro lado del cristal, se adhiere un sapo. Avanza a paso lento, mientras su mirada se fija en una mosca que ronda cerca. A mí me atraen sus verrugas, lo pulcro y brillante de su piel, cómo camina desafiando la gravedad, cómo no le importa mi presencia por más que ruedo cerca para contemplarlo mejor.


Me recuerda a Adán…


Éramos amigos. O lo más cercano que se podía considerar a ello. Por las mañanas, antes de clase, él entraba y se sentaba detrás de mí, sacaba su libreta de dibujos y su mp3 y yo lo saludaba con un “Qué hay”. Su respuesta siempre fue “Nada”. Corto, pero amable. No lo hacía para deshacerse de mí, ni por evitar la conversación; sólo no sabía cómo congeniar. O no creo que supiera…


Era retraído, pero siempre me pareció tener un aire de héroe, de caballero en armadura oxidada, quizá. El sapo que tiene que ser besado para revelar su verdadera y bella forma. El underdog de la historia que al final salva a la princesa de las fauces del dragón…


Además de Adán, yo no solía hablar con nadie. Me sentaba a escribir todo el día, arrullado por su música detrás de mí —casi siempre thrash o death metal.


No fui el mejor alumno. Mi enfoque eran mis cuentos y las escaleras frente al salón, mi puente de escape. Recuerdo que en esa época me gustaba la fantasía juvenil. Harry Potter y esas madres. Aún me gustan, supongo; sólo no las leo tan seguido y escribo más que nada artículos. Estaba particularmente obsesionado con una historia de fantasía medieval dura, con magos, caballeros, dragones, todo el elenco. Era mi mundo. Al menos hasta que la bocina anunciaba mi salida.


Entonces, la sombra de Adán, tan grande como él, se proyectaba sobre mi pupitre, escuchaba su despedida y no lo volvía a ver hasta el día siguiente.


Así de lunes a viernes.


Pero Adán no era la única constante de mi adolescencia. No, también estaba Saúl…


Recuerdo que esa mañana entró más molesto que de costumbre. Empujó a otro compañero —que no recuerdo su nombre— contra la puerta del salón. Por lo común esperaba hasta después del receso, cuando al fin había algo en su estómago, para agredir físicamente a los demás. En las mañanas era más ladrar que otra cosa. Pero no esa.


Empujó al chavito contra la puerta y lo sostuvo en el aire un momento.


—¿Qué me ves, pendejo? ¿De qué te reías? —Todos nos miramos confundidos. Saúl ya estaba detrás de mí, ya habíamos consumado nuestro saludo matutino, pero fue tal mi impresión que voltee a verlo. Él estaba concentrado en sus dibujos, la escena enfrente no existía en su mundo.


Los demás estaban preocupados por nuestro compañero. Los murmuros afloraban de los rincones y de las paredes.


—Contesta, cabrón —el pequeño atrapado no tenía palabras. Lloraba y manchaba su rostro con mocos.


Observé ansioso el reloj sobre el pizarrón. En cualquier momento entrará un profesor, alguien debe estar escuchando el desmadre de Saúl, pensaba. Rogaba.


Los pasillos, vacíos.


Empezó a azotar al pequeño contra el frío concreto. El llanto era agudo y lastimoso. Nadie hacía nada, nada más que cuchichear con lástima y alivio de que no les estuviera pasando a ellos, nadie más que yo.


—Ya estuvo, Saúl —creo que grité e inmediatamente el aliento escapó del cuerpo. Ni siquiera él quería formar parte de mi estupidez.


—Tú —mi pánico afloró al sentirme aludido, pero me repetí que no era más que un sueño, que pronto despertaría a media clase de Química o de Cálculo o…—. Te estoy hablando, Ávila.


Mi apellido recorrió el salón acompañado de la mirada ansiosa de los demás. Sentí su silencio, el pánico, mi vida pasar.


Saúl soltó a su víctima y camino directo a mí.


—¿Te crees muy chingoncito o qué? Repítelo.


Mis palabras tropezaban entre sí. Los latidos golpeaban mi sien.


—¿Qué? No, yo sólo…


—Tú sólo ¿qué, Ávila? ¿Qué? ¿Vas a llorar?


Recuerdo las lágrimas nublando mi vista, recuerdo la pena, recuerdo las risillas de los demás y el silencio de Adán. No podía verlo, pero escuchaba los rayones en su cuaderno y la música. Era el único que me conocía y ni siquiera contaba con su apoyo. No eran más que saludos y despedidas diarias, pero creía que significaban algo. Al menos que significarían algo en momentos como ése.


El agarre de Saúl me tomó por sorpresa. No había nada que pudiera hacer, mis cincuentaitres kilos eran inútiles contra el orco frente a mí.


—¿Te crees muy chingoncito acá atrás, no? Pues, a ver qué tan verguitas ahora que te parta la madre.


La conmoción de los compañeros anunció mi salida; la de todos, menos la de Adán. Él se quedó en su silla, con la mirada sobre el cuaderno.


Saúl me arrastró a través del salón, hasta el pasillo. Los demás nos rodeaban. Me arrojó contra el barandal. Las dos plantas del edificio parecían no tener fondo —aún ahora así las recuerdo—. El pasamanos de metal se incrustró en mi abdómen, me sacó todo aire. Intenté sostenerme de él, pero el orco no me dejaría tan fácil. Antes de que pudiera recuperar el aliento, Saúl pateó mi tobillo y me jaló de la playera. Estábamos frente a las escaleras. No sé cuál era su plan. Nunca tuve oportunidad de preguntarle. Sólo recuerdo que, encuanto vi los escalones, me aferré a su pierna y grité por piedad.


Los compañeros reían o clamaban a la distancia, como espectadores de una obra de teatro o público de un zoológico en el que la gacela está a punto de ser devorada por el león.


Lento y cínico, Saúl fue acercando la pierna a la que me aferraba hasta el borde de las escaleras. Me observaba desde lo alto, con goce. En su mirada pude apreciar lo importante que se sentía, lo chingón, lo poderoso. Porque, ¿qué más chingón que aterran a un cabrón treinta kilos más ligero que tú? Lloré y grité y seguí gritando. Ningún maestro se asomó. ¿Por qué se preocuparían de los alumnos de alguien más, verdad? ¿Por qué alguien se preocuparía por mí? ¿Por qué Adán haría algo?


No me quedó más opción que enfrentarlo. Mordí su espinilla con rabia. Probé la sangre y probé mis lágrimas. Probé su dolor, mientras nos zarandeaba alrededor. A pesar de ello, no cedí la quijada. Escuché un largo y profundo “Oh…”; los alumnos me observaban fascinados. Al fin un héroe enfrentaba a su monstruo y siempre es mejor cuando ese héroe no es uno, cuando el riesgo es ajeno.


El empoderamiento se afianzó en mi dentadura. Lo iba a derribar, no tenía dudas. Me sentía como David contra su Goliath, pero me duró poco…


Cuando Saúl cayó sobre mí, sentí la presión en la columna y sobre el cuello. No podía respirar, era prisionero de su peso. Con la posición a su favor, pronto me llovió una tormenta de golpes. Mi cabeza rebotaba contra el suelo. Esuchaba el clamor de los demás, los gritos rabiosos de Saúl, mis lamentos… Los escuchaba cada vez más lejanos y apagados.


Me sostuvo con una mano sobre las escaleras, gritaba algo que no logré entender. Era una maraña de sonidos sucios, como si estuviera masticando a la distancia.


Intenté sostenerme de sus brazos, pero estaba exhausto. Los rostros eran sombras ajenas, fantasmas que me acechaban. Mi armadura se rompió, la espada perdió su filo, los encantamientos caducaron…


Detrás de Saúl, del balbuceo y de los alumnos, a través de la ventana, ni siquiera estaba Adán para salvarme.


Poco a poco, me rendí. Dejé caer mis brazos y mis piernas, cerré los ojos, solté la respiración y pude sentir cómo la mano de Saúl se relajaba. Me dejaría caer…


Por un momento, soñé con la posibilidad de Adán tomándome del hombro y resguardándome en el pasillo; la posibilidad de que un golpe suyo derribaría a Saúl y apoyaría el pie sobre su tráquea; la posibilidad de que le ordenara que se disculpara conmigo; la posibilidad de aún poder caminar.


—Pe-Perdón —balbucearía Saúl estúpido y sometido y nunca volvería a molestar a nadie, ni a golpearme, ni a ser tan ojete.


Los alumnos vitorearían y yo podría seguir mi camino acompañado del caballero de armadura rota, en busca de una nueva aventura.


Pero Adán no llegó a salvarme, Saúl abrió la mano, mi columna quedó hecha mierda.


La caída me noqueó al instante. Recuerdo a los médicos explicando la calidad de vida que podría tener, que no me desanimara, que el cupable sería castigado… Recuerdo la rabia y recuerdo el dolor. Pero también recuerdo a Adán, a mi sapo de armadura rota que no llegó a rescatarme.


Tiempo después alguien me hizo saber que Adán había salido para buscar a algún maestro, pero regresaron demasiado tarde. Cuando me encontraron él fue quien intentó llevarme hasta la ambulancia. Después me explicaron que quizá eso terminó de joder mis nervios, que quizá los paramédicos pudieron haber hecho algo al respecto si no…


No lo sé…


Veo al sapo frente a mi ventana y me pregunto qué habría pasado si alguien más hubiera escrito mi cuento, si los protagonistas fueran otros, si tan sólo fuera otro mi final.

No todo lo que escribo es seda.

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