Hace unos días me preguntó una chava en Instagram: “¿Por qué empezaste a escribir?”.
Creo que varias veces le he dado vueltas a esa pregunta. La respuesta siempre cambia. Siempre miento. Como escritor, me cuestiono constantemente por qué carajo terminé aquí. Y, la neta, a estas alturas, más de diez años después de haber empezado, ¿ya qué chingados importa? Sé que no lo hago tan seguido porque no le encuentro sentido. Estoy seguro de que mi psicólogo me daría la razón. Lo que importa es que escribo, que lo disfruto y que me da de comer.
Pero, obviamente, no le iba responder así de mamón a la dalia que me lo preguntó. Yo di foro abierto para ello. Mi reacción instintiva fue responder “porque me gusta, no mames”, pero tampoco soy tan hijo de puta. Contra todo instinto, respondí con la neta:
Empecé a escribir porque era un niño gordo, buleado y muy solitario.
No me pesa decir que viví gran parte de mi infancia y la totalidad de mi adolescencia rechazado. Gordo, sensible, soberbio, con afinidad a las artes… Se la dejé muy fácil a los pendejos.
“El acople”, me llamaban a mis espaldas —o ni tanto—, porque básicamente así me veían, como un acoplado, un chamaco que se pegaba a los demás a la fuerza.
Escuchaba las burlas al caminar por los pasillos de la secundaria; me abrían al sentarme en la cafetería; era el último escogido para jugar retas de fut —aunque me cague el fut—, y recuerdo particularmente una de mis primeras fiestas…
Por ahí de los trece, me invitaron a una fiesta chingonsísima. Estaba más que emocionado. Tetamente le pedí a mi padre que me llevara a cortarme el pelo, planché mi ropa más chingona, me peiné por horas frente al espejo… Así de pinche necesitado estaba.
Era sábado, en casa de una tía. Esperaba ansioso mientras comía con la familia. La fiesta era hasta más tarde, mis manos sudaban con anticipación para que me llevaran.
Había escuchado la regla a voces de que nunca debías ser el primero en llegar a una fiesta; le marqué varias veces al cabrón que me invitó para confirmar con él cuando fuera en camino. No me contestó ni una vez. Pero me mandó un mensaje con la dirección:
“Ya voy para allá”.
Mi padre estaba a la mitad de un juego de dominó cubano con mis tías. A mí no me importó. Insití que me llevara. “Dame quince minutitos, Goyín”. Quince minutos era un chingo. Ansiaba platicar con personas, beber, fumar, ligar… Aunque en esa época vomitaba a la tercera cerveza, me bofeaba el segundo cigarro y ninguna mujer me pelaba.
Esperé parado en la puerta, listo con mi chamarra y la cajetilla en el bolsillo. Mi padre aseguró que volvería en un rato, así que no se despidió. En cuanto me alcanzó corrí a la troca. Antes alcancé a distinguir un brillo en su sonrisa; creo que le causaba gracia mi emoción. No lo sé.
En el camino, me preguntó la dirección y, como chingón que era, supo exactamente a dónde ir —estamos hablando de una época previa a Waze y esas mamadas; en la que sólo los chingones conocían las calles de memoria—. Por la ansiedad casi ni hablé con él. Estoy seguro que me dio datos curiosos de la ciudad, qué construyó dónde, cuánto tiempo tardaron en lograrlo, las dificultades que hubo… Siempre sonriendo, siempre con la vista al frente y las manos al volante.
Sin darme cuenta, llegamos a la caseta de un fraccionamiento.
—¿A dónde, jefe?
Mi padre dio la dirección. El guardia se quedó sacado de pedo.
—¿Está seguro?
Mi padre me observó y yo corroboré el mensaje. La dirección era correcta, 417 de la calle tal.
—Vengo a dejarlo en una fiesta —confirmó mi padre. No olvido la mirada de complicidad culposa entre ellos. Me vieron con lástima que no entendí hasta muchos años después.
Mi padre prometió pasar rápido a dejarme. El guardia, apenado, nos dio acceso.
Dimos un par de vueltas perdidas por el pequeño fraccionamiento. Yo asomaba la cabeza como cachorro en busca del número de la casa. Mi padre nos desvió antes de que la numeración fuera correcta.
—No, es por allá —le insistí con la mano fuera de la troca, apuntando la esquina que se pasó.
Serio y con la quijada trabada, corrigió el rumbo.
407… 409… 411… 413… 415…
Llegamos al 417, un terreno baldío.
—¿No se habrá equivocado tu amigo? Márcale —creo que entonces ya sabía la respuesta, pero decidí probar suerte y llamarlo. El timbre sonó unas cuantas veces antes de que contestaran.
—Bueno… —, se me quebró la voz. Colgué en cuanto escuché la risa grupal. No sé cuántos eran, pero me lo puedo imaginar. Cinco, seis cabrones encantados de saberme en una fiesta inexistente cagándose de risa por mi desilusión. Qué chistoso…
Mi padre también escuchó las risas. Muy serio encendió el motor y recuerdo que me dijo algo que me marcó:
—Mándalos a la chingada.
Sé que lloré, subí la ventana polarizada y fijé mi vista al lado de la calle. No le hice frente a mi padre, pero sentí su palma sobre mi hombro.
—Vamos a la casa —abandonó su jugada de dominó para dejarme llorar encerrado en mi cuarto. Escribí por horas… Ese día empecé mi primera novela, La leyenda del héroe; ese asco que releo con tanto cariño y burla [quizá ya leíste un capítulo en entradas anteriores].
Todo esto recordé antes de contestar la pregunta de la chava en IG. Lo que ella no sabe, ni nadie, es que a los minutos me llegó un mensaje encabronado del egipcio, un gran amigo de toda la vida.
Mentiroso de mierda. “Gordo y buleado”, sí; “muy solitario” estás ultra mamando.
Agüevo que el pendejo me sacó una sonrisa, como acostumbra. Y tiene razón en parte. Lo que no expliqué es que con “solitario” no me refiero a que no tuviera compañía —digo, por algo era “el acople”—, sino a que me sentía desolado. Sé que formé amistades chingonas en esos tiempos, amistades que aún conservo, pero me sentía vacío, que no pertencía. Quizá aún no.
Los que me conocen saben que suelo ser mamón, soberbio, subidito de güevos e inconstante en las relaciones. Si estoy escribiendo esto no es para flagelarme y que tú, cabrón, o tú, dalia, me lean y suspiren “Aww… pobrecito”. Ya no soy ese niño gordo de baja autoestima. Soy un cabrón a toda madre —mamón, soberbio, subidito de güevos e inconstante, ya sé…, pero a toda madre.
No, no escribo por lástima ni rencor. Escribo porque el egipcio idiota me recordó que aquella tarde de la fiesta inventanda, como muchas otras, otro amigo me marcó para visitarme en la casa. Cuando llegó le platiqué de mi novela y encantado me preguntó de ella. Nos reímos, hasta que emocinado, me pidió que ya la terminara [Sigo en ello, Ardilla… Sigo en ello].
Él, como el egipcio y varios más, nunca supieron de la puta fiesta; pero nunca me faltaron. Estuvieron ahí conmigo, creyendo en mis letras, en mis sueños pendejos, y aquí siguen.
Así que te cuento a ti y a la chava de IG que no sólo escribo porque fui “muy solitario”, sino que también escribo por todos los momentos en los que no lo fui. Escribo porque sé que hay más niños gordos y buleados que se pueden encontrar en mis cuentos. Escribo porque estoy agradecido con quienes han creído en mí y porque yo sigo creyendo en lo que hago.
Ah, y escribo porque me gusta, no mamen.
Komentar