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  • Foto del escritorVago Flores

HEDOR: "Náuseas"

Al fin se arranca la mascada de la boca, la deja sin ver dónde y corre hasta la ventana. Sus pulmones se abren como alas, en un solo movimiento, lento, plácido. El aire la marea, le dobla las rodillas. Ríe al sacar la cabeza al vacío de siete pisos de altura. Grita en éxtasis. Inhala hasta que el cuerpo no tolera más oxígeno y cae rendida. Su risa se pierde en ligeros sollozos. Las lágrimas diluyen su máscara oscura.


Cansada, regresa a la recámara, sacude las sábanas de la cama. Las extiende en el balcón, bajo el sol. Se fija en cada arruga y cada pliegue, los extiende con cuidado. Al terminar, se pone guantes de látex y toma un estropajo de fierro. Deja la regadera impecable en cuestión de minutos, ni una mancha, ni sarro, ni olores asquerosos. Barre y trapea la recámara. Acomoda sus pantuflas a un lado de las suyas, en el clóset principal. Alarmada, observa el reloj; no tarda en regresar.


Corre hasta la cocina, enciende el extractor de aire y prepara la comida. Englute a bocados llenos. Pasa todo trozo con dos tragos de agua.


La puerta principal se abre, justo a tiempo.


El vaso revienta contra el piso. No se da cuenta del ruido. Busca la mascada, la dejó en el piso, junto a la ventana, lejos.


Sus pasos resuenan por el pasillo. Usualmente la saluda al llegar, esta vez entra callado. Las suelas de sus zapatos se arrastran dispersas.


—¿Amor…? —, llama asustada.


Él deja caer el maletín, un paso antes de la cocina.


De pronto, la golpea. Como balazo en la entreceja, el hedor se apodera de la habitación, la empuja contra la barra de la cocina, embiste sus ojos hasta que lloran. Ese maldito aroma que sigue a su marido a donde quiera que vaya.


Un perfume mortuorio emana de su cuerpo. No recuerda en qué momento comenzó, sólo que en cualquier habitación ella se encuentre, no sólo lo huele, lo siente en su ser, recorriéndola, manchando, corrompiendo…


Los expertos no saben de qué hablan; los resultados son negativos a cuanta prueba le podían hacer. Han intentando de todo: baños en vinagre, en salsa de tomate, en cloro; medicamentos, jugo de limón, detergente de ropa, de trastes, de carro, de estufa… de todo. Ha sido inútil.


Intenta mantener la postura y la sonrisa, mientras que, con los dientes, arranca pellejos de sus labios. El sabor acobrado la distrae un momento.


Levanta el rostro, aún sonriendo y lo encuentra apoyado contra la pared.


—Amor, ¿estás bien? —El primer impulso es correr. Un tirón estomacal la detiene—. Amor…


Con dificultad, él desliza su saco desde los brazos hasta los pies, desabrocha la corbata y se recluye en el piso, con el rostro en alto.


—No sé… —La voz es un ruego humilde.


Ella se apoya en la mesa, como andadera. Forza los pies para avanzar.


—No puedo, María. No se qué pasa; sólo… —el ruego, se vuelve súplica, lamento, llanto desesperado— ¿me abrazas?


María busca consuelo en el anillo que brilla en su dedo. Durante trece años, se ha tatuado con el sol, con la tormenta, con el peso. Trece años y él nunca le pidió nada. Lo encuentra encogido en el rincón, indefenso. Se encamina dolida hasta su esposo.


El hedor la penetra más.


—Amor… —, con distancia, apoya la mano sobre la cabeza del hombre. Contiene el aliento. Siente cómo se dilata su traquea, el sudor frío en la espalda y en la cien, las manos frías.


Él levanta el rostro en busca de auxilio; sus ojos están perdidos, distantes. La mira maravillado. Sonríe incrédulo, contrae los labios, tierno, y…


… ella corre hasta la ventana. Vomita a siete pisos de altura. La comida recién hecha empapa la banqueta y las ramas de los árboles. Sus intestinos se retuercen, liberados.


Con el pulgar, María limpia cualquier residuo que queda en la barbilla. Se da cuenta de que está pisando la mascada con el tacón; se agacha con la mano extendida. Acaricia la tela con la punta del dedo. Lo busca de nuevo a él, aún contra la pared, sin poder moverse, con la misma mirada triste, el mismo temblor desamparado.


Camina hacia él. Lo pasa de largo. Frente a la puerta, toma la fría manija. El anillo choca contra el metal. Vuelve el rostro y lo observa con detenimiento. Aún puede sentir el hedor.


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No todo lo que escribo es seda.

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