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Foto del escritorVago Flores

Idiota. Cobarde. Culero.

La luz entraba velada a través de las cortinas con bordados de flores o quizá eran soles. Frente a ellas, estaba su silueta; más pequeño que cualquier niño de doce años, se levantó como si el mundo le debiera algo.

—Te gané —anunció—. Te gané, te gané, te gané —una y otra vez, como si no lo escuchara, como si creyera que yo tenía alguna clase de déficit de atención. Era obvio que él había ganado. Mis lágrimas lo coronaban victorioso.

No tenía sentido que llorara. Era un juego, pero, por alguna razón, quería comprobarle que yo también podía ganar, a pesar de ser cuatro años menor.

Te gané. Te gané. Te gané.

Por muchos años, reproduje ese recuerdo, como si estuviera parado al otro lado de la cortina bordada, observando a los dos niños. Sintiendo empatía por uno y decepción del otro.

Por extraño que parezca, ahora lo recuerdo con nostalgia. Mi hermano era un hijo de la chingada conmigo, pero éramos niños y él era mi hermano.

¿Qué podemos pedir de los niños? En mi caso, inocencia y honestidad. Lo demás sobra.

No me queda duda de que así era él: estúpidamente inocente y cruelmente honesto. Todos esos años restregándome ser el ganador, el hermano mayor, el que PODÍA. A la par, me recordaba que yo era el gordo, el chiquito, el miedoso, el hijo de mami…


 

Años después de ese recuerdo, mi madre me habló asustada. Yo era un adolescente. Me pidió llorando que fuera al cuarto de mis abuelos. Éstabamos eligiendo qué ropa de mi abuela donar. Su funeral había sido unos días atrás. Pensé que se trataba de ello, pero la encontré sentada al borde de la cama, queriendo saltar al vacío. La madre de Caín y Abel hubiera dado menos lástima. Sostenía un cuaderno destrozado.

Me acerqué temeroso. ¿Qué pasó?, pregunté, y, con resentimiento en los ojos, me mostró el cuaderno; era mío, de mi infancia. Lo encontró olvidado entre los muchos armarios de esa casa vieja y vencida.

Eres un idiota. Eres un idiota. Eres un idiota…

Sin problema reconocí mi letra plasmada en el cuaderno.

En ese momento, alguien empezó a levantar la cortina que me separaba del recuerdo. Mi hermano estaba de pie frente a mí, vitoreándose a sí mismo, y yo lo veía envenenado desde el suelo, mis ojos llenos de lágrimas. En cuanto corrió para contarle a mi madre o a mis abuelos de su victoria, para compartir que habíamos jugado, yo —el yo niño— lo persiguió y, a la primera oportunidad, lo empujó con toda su fuerza.

[Aunque no soy ni fui alguien grande, sí había una GRAN diferencia contra mi pequeño hermano mayor.]

Voló por el pasillo. Sus manos intentaron amortiguar la caída, pero su cabeza se estampó. Contra la pared. Lloró. O más bien, se le escapó un solo chillido, pues, de inmediato llegaron mi madre y mi abuela.

Como mujeres, madres y soldadas, se ocuparon primero del caído. Yo me quedé al fondo del pasillo. Me recluí cual cobarde que era. Lo ataqué por la espalda. Él había ganado de frente, por las buenas, y yo no soporté la derrota. Él fue un mal ganador, pero yo un pésimo perdedor.

Al cerciorarse de que mi hermano estuviera bien, mi madre me acechó, cual leona. Era —y sigue siendo— madre, después de todo; estaba segura de qué había ocurrido. Yo me preparé para el castigo. Estaba seguro de que mi madre me iba a partir… bueno, la madre, pero antes de que comenzara a lanzar chanclazos, mi hermano la interrumpió:

—Me caí —, los dos lo miramos sorprendidos. Asumió la culpa. Por alguna razón, decidió que no merecía ser castigado.

Cuando mi madre me mostró el cuaderno con la letra manchada de lágrimas, se desveló todo el recuerdo: el empujón, la cobardía, cómo después me encerré en uno de los clósets de la casa y escribí “Eres un idiota”, en más de cinco páginas, llorando. Porque eso fui: un idiota. Mi hermano se encargó de que me diera cuenta de ello. No me chingaba por chingar. Lo hacía para que no fuera un idiota, un cobarde, un culero.


 

Nunca lo he hablado con él, pues nuestra relación no se basa en recordar la infancia ni en cursilerías. PERO… si le preguntara, hoy o mañana, estoy seguro de que me diría algo como: “No mames, éramos niños. No importa. Voy por otra chela, ¿quieres una? Verga, súbele a la rola y escucha esta parte…”.

Ya no importa…

Me jodía por la misma razón que le mintió a mi madre: me amaba. Lo sigue haciendo. Y yo a él. A nuestra manera.

Donde estés, me leas o no, no mames, qué insoporatable fui de niño; gracias por aguantarme. Pero ya no importan esos años. Te prometo que te pasaré una chela pronto, le subiré a la rola y pondré atención a lo que viene.

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