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KIMONO: "Yurei"

Foto del escritor: Vago FloresVago Flores

Esperaba con las manos entre las rodillas, al borde del sillón. Intentaba distraerse con una foto frente. La mujer en ella sonreía emocionada, sola, frente a un puerto. Ocultaba las manos detrás de un vestido blanco.


Nervioso, tomó el marco y lo acercó para apreciar mejor su rostro. Se parecía tanto a Yurei.


—¡Listo! —, Yurei salió de la cocina con una botella y dos tequileros—. Espero que te guste.


Su cabello caía lacio hasta los hombros, como una cascada nocturna. Su mirada le pareció igual de cálida que la de la mujer en la fotografía, brillaba tímida bajo la luz de la luna. Sin embargo, su sonrisa se eclipsó al descubrir el retrato en las manos del joven.


Emilio sintió el peso de la intrusión ante tan hermosa mujer. Al verla frente a él, con los pantalones pegados, el suéter que insinuaba su figura, su cara… no comprendía cómo fueron un match en la aplicación. Regresó el marco a su lugar y se disculpó.


—¿Es tu abuela? —preguntó con voz quebrada.


Yurei se sentó a su lado, muy cerca; acomodó la botella y los tequileros.


—Fue el primer tequila que probé al llegar —, a pesar de la ascendencia oriental, Emilio no notaba ningún acento en el español de Yurei—. Desde entonces me encanta.


—¿Hace cuánto dejaste Korea?


—Japón.


Emilio se disculpó y restregó las palmas en las rodillas. Su mirada se mantenía fija en la punta de sus zapatos.


—Llegué con mis padres hace muchos años.


Él intentó continuar la conversación preguntando por los padres de Yurei. Calló al escuchar que ambos fallecieron.


—No te disculpes. Fue hace tantos años… ya no me afecta.


—Pero, en tu perfil dice que apenas tienes —Yurei tomó la mano de Emilio y lo miró a los ojos. Él se quitó impulsivamente; no fue el frío, sino la sorpresa.


Yurei lo observaba hiperventilar. Se veía tan indefenso, tan vulnerable. Acomodó, comprensiva, la mano sobre su pierna.


—No eres como los dem… —, antes de que Yurei terminara las palabras, Emilio se lanzó hacia ella. La besó apasionado y torpe. Se aferró al suéter, en busca del brasier. Los dedos arañaban ansiosos por toda la espalda—. ¡Espera!


Yurei saltó del sillón, enrojecida. Sus párpados, abiertos completamente, rastrearon preocupados la habitación. Se aferró a los brazos, indefensa, aprehensiva de la tela afelpada.


—¡Perdón! No quería —Emilio intetó acercarse, con las manos en alto—. No fue mi intención es sólo que tú… Yo sólo… Eres tan…


La joven se contrajo frente a él. Gritó fuerte, desgarrada, con el rostro a la altura del vientre. Él intentó sostenerla, pero Yurei lo arrojó de vuelta hasta el sillón, con una mano.


Desencajada, intentó disculparse con Emilio, pero los gritos se apoderaban de su voz.


—No eres tú, sólo —intentaba mantener la compostura, pero las punzadas de dolor continuaban doblando su cuerpo—… sólo espérame un momento, por favor.


A tropiezos, Yurei salió corriendo de la sala, a través de un pasillo oscuro.


Desconcertado, Emilio se acomodó en el sillón, alisó la camisa y quedó boquiabierto. Observaba los rincones del desconocido departamento.


En un impulso nervioso, sacó su celular y tecleó 911. Contuvo la llamada.


—¿Segura que estás bien? ¿Yurei…? —, esperaba al borde del asiento. Otro grito, prolongado y lacerante, se profirió detrás de una puerta cerrada—. ¡Yurei!


Corrió tan rápido como pudo. Se aferró a la manija, tenía seguro del otro lado. La desesperación golpeaba la puerta tan fuerte como podía. Intentó tumbarla con el peso del cuerpo, pero no cedía.


—¡Yurei! —golpeaba con toda su fuerza. No sentía más su brazo. Ni la garganta— ¡Yurei!


En su siguiente embestida, la puerta se abrió antes siquiera de que la tocara.


Emilio se detuvo en seco, con los brazos a los lados, sin habla. Yurei sólo…


Yurei lo esperaba debajo del marco, compuesta, sonriente, en un resplandeciente kimono blanco. Los acabados simples brillaban plateados con la luz de la luna; apenas unas costuras que rodeaban el cuerpo de la mujer, como a una serpiente. Una cinta roja la envolvía de derecha a izquierda.


La mirada de Yurei era distinta, profunda y coqueta. Salvaje. Sin decir palabra, se acercó serpentina hacia Emilio. Sus caderas pautaban el ritmo de cada paso, lento.


—¿Yu-Yurei? Estabas gri… —con la punta de un dedo, lo mandó a callar. Con la sonrisa, lo sometió a sus pies. Sostuvo la cabeza del joven, feroz, agresiva. Tiró de su cabello y deslizó la lengua a través de su rostro, hasta el tímpano de la oreja.


—Yurei —, de un jalón, lo levantó y expuso su lampiño cuello. Lo saborea un momento hasta que, con la punta del tacón, lo regresa al suelo.


Movió la cabeza, indicando que era su turno, y tomó uno de los extremos del grueso listón que la cubría. Lo envolvió alrededor de la mano y dejó que siguiera el movimiento de ésta. El kimono quedó suelto, libre.


El joven la observaba embelesado. Sus ojos destellaban llenos de inocencia y satisfacción.


Yurei se aferró a los filos de la prenda. Los dedos negros contrastaban con lo pálido del vestido. Una fragancia a flores secas inundó la habitación, cuando el kimono cayó.


Frente al joven, el cuerpo de Yurei se perdía en la oscuridad. Trozos de carne putrefacta resaltaban entre las costillas, la piel se despegaba de los músculos, pus supuraba ente las heridas… Sin embargo, el rostro de la mujer se mantuvo intacto, las mismas facciones prístinas, delicadas, pequeñas; sólo que ya no sonreía. Tiernamente, como el riego de la mañana, lágrimas bañaban su rostro. Los ojos negros lo observaban directamente, sin la animalidad anterior. Se conectaron por un momento eterno de intimidad, en el que el joven comprendió el sufrimiento en esa mirada ajena.


Arrepentida, Yurei tomó el rostro de Emilio y, susurrando un “Lo siento”, lo restregó contra sus genitales.


Al principio, Emilio no combatió; cuando su oxígeno se terminaba, comenzó a golpear blandamente los decrépitos muslos. La angustia creció en intentar desgarrarle los miembros. Fue inútil.


El lamento de ambos resonaba por la habitación. La luna bañaba el sillón, la fotografía y el kimono ahora rojo.


Cuando el silencio regresó, una débil mano cogió el vestido. Las lágrimas caían sobre el vestido, diluían la sangre. Yurei se vistió de nuevo. La mejilla, manchada, relucía con la luna, reflejaba sus secretos.


La mujer se encaminó al sillón. Evitaba ver el cadaver del pasillo. Tomó el tequila y bebió un largo sorbo. Con una explosión gutural, lanzó la botella contra la ventana. El alcohol corría a lo largo del cristal.


Frente a ella, sólo el retrato de la mujer. Sostuvo el marco frente a ella e inspeccionó el candor de las facciones. Acarició el vidrio y lo salpicó. En sincronía, rozó el límite de su barbilla. Reconocía las facciones de su pasado, de quién fue.


—Lo siento —exhaló rendida—. No quería… Sólo…


Repentino, un arranque enderezó el cuerpo de Yurei. Sus pupilas se dilataron.


—No, por favor… Yo sólo…


El marco temblaba entre los dedos. La putrefacción entre las uñas se comenzó a contraer hacia la mano, el antebrazo, los bíceps y el hombro. Poco a poco, las úlceras, heridas, lo corrupto, se redujó a un punto negro, entre los senos de Yurei. La sangre del kimono se diluyó en el casto blanco de antes. Los ojos de la mujer destellaron brevemente, y volvió a sonreír.

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