“Escribe tu próxima novela en tres semanas”.
Todos sabemos que nuestros celulares nos escuchan y alimentan de información a las compañías de publicidad dentro de las redes sociales. Bueno, no lo sé, pero dudas no me quedan… Lo que sí sé, es que cada día es más normal que me aparezcan este tipo de anuncios o cualquier otro con la fórmula mágica para ser EL siguiente escritor, EL novelista.
No me hago pendejo ni a mí, ni a ti. Quiero ser un escritor exitoso, vender libros y vivir de ello sin preocupación económica. ¿Quién no?
Por suerte y un chingo de sudor, estoy entrando a una etapa de mi vida en la que interactúo con personas sólo por mi trabajo. Cabrones en la calle, alumnos, compañeros, mexicanos, españoles, argentinos, ¡hindús, no mames! Mi trabajo me permite conocer personas de todos lados. Algunos me escriben para felicitarme por mi trabajo o para establecer una clase de amistad —este tema da para otra dívague, pero no me perderé del punto—, un que otro creep que me manda fotos en pelotas. También hay quienes se acercan para pedir consejo o crítica.
¡Tu feed está chingón! ¿Cómo le hiciste para el diseño de tu página? Tengo esta novela, ¿me puedes decir qué te parece? ¿Cómo le puedo hacer para ser escritor?
Y la mayoría de las veces, me parten los güevos.
No te confundas. Me mama hablar de lo poco o mucho que he aprendido en el camino. Los trabajos que he tomado han sido un privilegio en muchos sentidos, y me han aportado información a la que pocos tienen acceso. Con todo el pinche gusto del mundo la compartiré con aquellos que lo pidan —en una de esas, hasta con los que no.
No me encabrona que me pregunten ni responderles, no. Lo que me encabrona es su reacción a la única respuesta que tengo: “trabajando”. Obviamente no se los dejo tan parco, desarrollo sobre eso, pero, al final, todo recae en el trabajo.
Estas personas que se acercaron a mí, entonces, dudan; buscan algún hilo negro que no existe, creen que les estoy ocultando información, que estoy bromeando, que soy egoísta. No lo hago, no lo soy —no con mi trabajo—. Es la misma solución que he encontrado a todos los problemas de mi vida: trabajo, comunicación y honestidad. No hay más.
El pedo está en que la mayoría de las peronas tienen dos limitantes, que yo veo. El primero es que son güevones, quieren la mayor cantidad de recompensa con el menor esfuerzo posible; buscan atajos a cuanto les rodea, quieren echarse en cama, rascarse los güevos y disfrutar del fruto de un árbol que no se sembró. No los culpo, yo soy un güevón de primera, casi todo lo que hago está repleto de atajos y parches. El pedo está en que, hasta para ser güevón, hay que chingarle. ¿Cómo carajo le hago para escribir un cuento a diario? ¿Una ilustración? ¿Cómo le hacía para trabajar y estudiar dos carreras [No mames, lo chingón que se siente ya no ser estudiante]? Lo puedo hacer porque llevo más de una década aprendiendo mi oficio, estudiando, partiéndome la madre todos los días para conocer los problemas que me rodean y las soluciones que tengo a mi alcance. ¡Y aun así me falta un chingo!
Los artistas exitosos que he tenido el pinche gusto de conocer, hacen lo mismo. Engañan su camino a la gloria a partir del trabajo, aprenden a ocultar sus defectos y carencias, como los chingones que son.
Picasso, si no la estoy cagando, fue quien dijo que los buenos artistas copian, mientras que los grandes roban. En otras palabras, como yo lo entiendo, es que la grandeza viene de distinguir qué compone una obra y robar estos elementos para hacerlos tuyos. Lo que Picasso no explicó es cómo chingados robar. ¿Qué hace que el ladrón sea exitoso? El oficio y la experiencia. Es decir, el tiempo que invirtió en aprender a robar.
La segunda limitante de estas personas es su ceguera. “Lo que pasa es que tú naciste con talento”, se excusan cuando les digo que sí pueden ser escritores —o lo que sea que cada uno sueña ser—; pueden serlo, sólo tienen que chingarle.
El pinche talento… La cultura se ha encargado de difundir este ideal pendejo de que los casos de éxito son aislados, una raza especial de personas. Al acercarse a mí, lo que muchos hacen sin darse cuenta es ponerme en un pedestal, como si yo fuera más o mejor que ellos, y créeme, no soy más pendejo porque no se puede. No hay nada especial en mí —más allá de que me han atropellado como siete veces, roto el corazón unas cuatro y aun así sigo de pie—. Y no mames, me encanta la atención, me encanta que chavillos, amas de casa o señores que podrían ser mi abuelo me contacten buscando respuestas como si yo poseyera el Santo Grial de la escritura. Pero no es así.
Tenemos que abrir los ojos para darnos cuenta de que esa pendejada que llamamos talento no vale madres. Pregúntale a mis profesores de la universidad o a mis compañeros. Cuando empecé era malo como la chingada —incluso puedes leer mi entrada LA LEYENDA DEL HÉROE: El origen de los reinos para comprobarlo—; no iletrado, pero malo como la carne de puerco después de una semana sin refrigerar.
Es cómodo aceptar el talento como diferenciador. Si tan sólo te nombrara a todos los talentosos que he conocido con los que NUNCA trabajaría, precisamente porque se confiaron de algo con lo que nacieron y quedaron estancados… El talento sin trabajo se pudre. El talento idealizado apesta.
Lo que quiero decir, es que siempre voy a apoyar a cualquier persona para que concrete sus sueños, pero tenemos que estar dispuestos a la sangre, al sudor y al sacrificio. Al trabajo, con una chingada. Ah, y que si mi celular me sigue escuchando —o de alguna forma sabe lo que escribo en mis dívagues—, se meta sus pinches anuncios de fórmulas mágicas por el culo. Ya tengo mi solución; no es mágica, no es llamativa y cuesta un güevo con la mitad del otro, pero me está llevando ahí, un texto a la vez.
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