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  • Foto del escritorVago Flores

Ruido blanco

La voz de la bocina anuncia la siguiente parada. El murmullo de la gente crece entre “Bajo”, “Permiso” y los “¡No empujen!” nerviosos, apresurados, lejanos…


Él espera en el extremo opuesto a la puerta. Se aferra a un maletín, al paraguas y a su sombrero. Estudia aborrecido a quienes se acomodan para salir. Busca dentro de la gabardina y se tranquiliza al sentir las llaves de su departamento. Juega con ellas un momento, las acaricia con la punta de los dedos. Zapatea sin ritmo, mientras verifica la hora en el reloj.


Al fin, un pitido estridente, y las puertas se abren. La marabunta de personas se empuja entre el pequeño marco de salida.


Él sigue quieto. Su mirada se pierde un momento a través de la ventana, en la multitud que recorre la avenida. Sostiene con más fuerza sus pertenencias, cierra los ojos y suspira. Aún ciego por voluntad, se avienta entre la gente. Deja que lo arrastren hacia la salida, pero mantiene los hombros firmes, se quita los agarres, se queja para sí. Las manos, el sudor, los suspiros… Todo se impregna en su gabardina, hasta que siente el aire fresco golpear su rostro. Lo logró.


Al abrir los ojos, se encuentra rodeado de más personas inminiscuyéndose en el pasillo para alcanzar a subir al camión del que él bajó o llegar a la siguiente zona de espera. Corren, malabarean, chocan y se disculpan. Para el hombre, no son más que manchas que no tendrá que volver a ver, pero las encontrará de nuevo con otros rostros, otras voces, en donde sea que camine.


Niega exasperado con la cabeza. Da los primeros pasos a la libertad y al aislamiento. Sin embargo, la calle es más ruidosa que la estación. Los vendedores ambulantes gritan sus menús, invitan a los transeuntes a sentarse, “¿Qué va a querer, flaquita?”, “Pásele, güero, ¿de qué le sirvo?”.


Él espera retraído a que el tráfico se detenga. Una señora se asoma sobre la banqueta; su chongo canoso y descuidado se restriega contra la mano del hombre. De un movimiento se encoje sobre sí, tropieza con un bache, pero logra sostenerse del semáforo.


—A’í disculpe, joven —declara la señora sin siquiera mirarlo. Él tampoco la observa; sólo espera. Pero, los demás, incluida la señora, no. Se lanzan contra los vehículos que avanzan a toda velocidad.


Respira y levanta el rostro cansado. Algo golpea sus lentes. Una gota resbala en el cristal y empaña su visión. Toma un pañuelo de la gabardina y los limpia meticuloso. Otra gota. El grito despavorido de las personas golpetea junto a la lluvia que se desata.


Los alaridos pronto se convierten en eco. Luego, en silencio.


Él sonríe mientras abre el paraguas. Al otro lado de la calle, ya no hay más ruido que el de los vendedores apurados levantando carpas. Algunos tienen que recoger sus puestos de la avenida. Los transeúntes se refugian del agua. Él camina alegre hasta la siguiente esquina, sin nadie a su lado.


El rumor de la lluvia se sostiene uniforme, como arrullo. Cierra los ojos rendido ante el ruido blanco, aspira el perfume de concreto mojado, deja que lo invada por completo. Una corriente se sume a lo largo de su cuerpo. Disfruta el espacio a su alrededor.


Hasta que una presión ajena le rodea el brazo y jala de la gabardina.


Sorprendido, encuentra a una pequeña a su lado. No puede tener más de doce años. La mugre recorre todo rincón visible de su piel. El sudor formó costras alrededor del rostro, sus facciones afiladas imploran alimento. Arapos la envuelven, está empapada. Eleva la lechosa mirada y sonríe. Su dentadura está incompleta.


El hombre la observa un momento, nervioso; después busca a su alrededor. No hay nadie más en la banqueta, sólo él y la pequeña. Su cuerpo se tensa, pero la pequeña se aferra con más fuerza al brazo del desconocido.


La luz verde del paso peatonal se refleja en los charcos de la avenida frente a ellos. Desesperado, el hombre camina al otro lado. La niña le sigue el paso.


Él acelera. Ella también. Escucha la carrera apresurada, los charcos que pisa y que repican, su respiración agitada y la risa entretenida de la chiquilla. Se detiene de golpe, la enfrenta, pero ella observa divertida alrededor, sin un punto fijo, sin hablar. Algo en su sonrisa le insiste en que sigan corriendo entre la lluvia, entre el agua, a través de las calles vacías. Algo en su sonrisa afirma que no lo soltará.


El hombre retrocede, con el brazo extendido para mantener la mayor distancia posible. Estudia nervioso su alrededor: las jacarandas, el poste de Alto grafiteado, los pósters desgastados de eventos que ya fueron… Ella observa un lugar perdido sobre el hombro del desconocido, confundida. Ambos contienen la respiración un momento.


El brazo del hombre tira fuerte y rápido en un movimiento.


Sin volver el rostro, corre despavorido.


La lluvia golpea su cara, se adhiere a los lentes. Saborea el agua en los labios cada que respira con la boca abierta. Las calles, los edificios, los árboles… Todo se funde a su alrededor. La carrera no es más que una mancha perdida de colores apagados y luces encendidas.


Gira en una esquina, se apoya contra la pared de un edificio.


Los pulmones arden con cientos de punzadas. La cabeza le da vueltas, no puede enfocar más allá de la nariz. Se apoya sobre las rodillas mientras recupera el aliento. Exhausto se deja caer en cuclillas, con el cráneo contra el concreto detrás. Guarda las manos en los bolsillos y le reconforta sentir las llaves frías entre los dedos. Junto a ellas siente algo más, algo que no estaba antes.


Descubre una pequeña nota, con rayones infantiles:


“Ola, soi Cecilia y no veo muy bien

Me podrías ayudar a llegar a mi casa??

No puedo verte pero NUNCA NUNCA te olvidare…

—CECILIA”


Un gruñido nace de la garganta del hombre. Azota la cabeza contra la pared. Deja caer el pedazo de papel en un charco. El agua diluye los colores y desaparece el blanco de la hoja. El hombre sostiene las llaves en la gabardina.


“Carajo”, profiere y vuelve a azotar la cabeza. De un movimiento se levanta cansado. Pisa los restos que quedan de la nota, los destruye. Sacude el agua de su cabello y camina acelerado de regreso.


La lluvia ruge a su alrededor. Es difícil sostener el paraguas sobre su cabeza. Los lentes empañados no le permiten ver más que sombras y siluetas. Manchas lilas. Son las jacarandas de antes. Nervioso, busca a su alrededor, pero no distingue ningún movimiento. Roza el filo de las llaves.


La chiquilla no está.


La tormenta inunda la calle. Los pocos vehículos que pasan arrojan el agua hacia sus pies, lo empapan. No puede escuchar más allá de sus pensamientos y el aguacero constante.


Restriega sus lentes contra la tela de la gabardina, pero sólo embarra el agua y la grasa de sus manos. No puede ver nada.


—¿Cecilia? —gruñe temeroso de encontrarla, temeroso de no recibir respuesta—. ¡Cecilia!


Más ruido blanco, violento, que pronto es interrumpido por una sirena, el heraldo de muerte en la ciudad que tanto conoce.


—¡Cecilia! —le reclama al clamor de la tempestad. Da vueltas alrededor de la banqueta. Se asoma entre los arbustos y detrás de las esquinas—. ¡Cecilia dónde estás!


La jacaranda se sacude feroz, el alto es sarandeado por el aire, los pósters se desgarran perdidos en el aire.


—¡Cecilia!


Frente a él, en la calle, rueda un arapo oscuro. Azota el paraguas contra el charco debajo. Se abalanza hacia la avenida.


—¡Carajo!


Dos faros lo encandilan como presa. Le reclaman enfurecidos con un pitido que retumba entre la lluvia y un “Chinga tu madre, pinche imbécil”.


La mancha no es más que un póster arrastrado por el aire. El hombre se cubre con los brazos y se disculpa con un movimiento de cabeza, mientras el vehículo recobra su camino. Aterrado, cruza al camellón entre las calles. Se deja caer rendido en el pasto.


—Cecilia…


De pronto, una risilla se oculta junto a él.


—Presente —anuncia la divertida voz. Un maldito “Presente”, más cínico que inocente. El hombre se apresura, confundido, y la descubre detrás de un tronco inmenso, más nutrido que la chiquilla.


Los brazos de Cecilia se afianzan del hombre y una sonrisa se aferra a su pecho. Ninguno dice una palabra, ni siquiera se observan.


El hombre pregunta con la mirada a dónde dirigirse. Cecilia lo jala emocionada del brazo. A rastras lo conduce entre el camellón, donde caen pétalos y hojas y dulces gotas.


La lluvia se dibuja delicada sobre el cabello de la chiquilla, le da un destello. Ha bañado la mugre, las costras y su mirada casi castaña, casi negra, observa maravillada alrededor. Escucha los pasos en dos pares y el salpicar del agua y el crujir de las ramas. Ella baila los pies en cada grieta, zapatea en un ritmo desconocido para el hombre, pero igual de atrayente.


—Baila —le ordena infantil, pero él no se mueve—. ¡Que bailes!


Cecilia se postra frente a él, mientras una canción se rumora a la distancia. Lo toma de los hombros, le indica cómo moverse; ambos se menean de lado a lado, torpes, debajo de la lluvia al ritmo de la música.


Precavido, él toma la mano de la chiquilla y la guía en su baile. El peso del momento se diluye en cada movimiento, en la mirada perdida de Cecilia, en su risa; se diluye en la alegría del hombre.


Hasta que la canción termina.


Él da un paso atrás y agradece con una rígida reverencia. Cecilia ríe tímida, tratando de ocultar su dentadura con la mano.


La pequeña le agradece y señala el local de donde provino la música. El hombre entiende que ahí se separan. Firme, la acompaña a cruzar la calle y deja su mano en el marco de la tienda de discos. Le da la espalda a las melodías que continúan, al letrero neón que señala “Abierto” y a Cecilia. Levanta el cuello de su gabardina y vuelve a limpiar el cristal de sus lentes.


La delicada mano de Cecilia golpea su hombro.


Se asoma sobre éste, en un acto de fortaleza absoluta, pero Cecilia lo acomoda de frente y se aferra a su pecho.


—Gracias —él queda suspendido en el momento, con los brazos en alto, observando el gesto cariñoso que recibe.


Desconcertado, palmea la cabeza de Cecilia. Ella se separa al fin y se despide sonriente. En un momento, desaparece entre los pasillos repletos de discos y vinilos, sin voltear atrás.


El hombre regresa a la banqueta. Sostiene los lentes, pero no los limpia; algo capta su atención. Al horizonte, entre la copa de los árboles, se asoma el sol; anuncia que la lluvia ha terminado.

No todo lo que escribo es seda.

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