¿Alguna vez se te ha subido el muerto…? Un cuerpo ajeno oprime tus pulmones hasta que no puedes respirar; se aferra de las muñecas, los tobillos, de tu cuello y tu cadera a mano firme, y, cuando crees que vas a gritar, inserta su puño en tu garganta y te asfixia.
Así desperté esa noche. Con un cadáver sobre mí.
Los médicos lo llaman parálisis de sueño o alucinación hipnopómpica. He leído que pasa cuando, por diferentes motivos, tu cerebro se vuelve consciente, pero no manda la señal al resto del cuerpo, como si lo hubiera olvidado o algo así. Por eso sientes los músculos oprimidos; siguen relajados y fuera de tu control.
Gente más escéptica lo asocia con demonios o fantasmas. Una fuerza supernatural que quiere poseerte, pero no lo logra antes de que despiertes.
Mi madre decía que eran tonterías mías, que eso me pasaba por ver tantas películas de miedo, que ya estaba grandecita…
Yo sólo sé que así desperté esa noche, presa dentro de mi propia carne. Cerebro o fantasmas, es lo de menos. Desperté sin oxígeno, aterrorizada, muerta en vida, y lo escuché…
En la habitación de al lado, había alguien. Vivo sola. Abría y cerraba cajones; aventaba puertas, explosivo; escuchaba sus pesados pasos a lo largo de todo el departamento.
Yo no podía hablar. Mis labios se separaban ínfimamente, pero no pronuncié palabra alguna, grito absoluto. Observé mis manos, esperando que, al reconocerlas, sería capaz de moverlas. Fue inútil. Todo mi cuerpo era inútil.
Estaba atrapada con un intruso en mi propia casa.
Ay, mija… Ya vas a empezar, la escuché claro a mi lado. Su aliento acariciaba mi nuca. Te dije que no te fueras de la casa sola, pero tenías que desobedecerme, ¿verdad? Ya ves lo que pasa, a lo que te expones.
Frías lágrimas mojaron la funda de mi almohada. Meado caliente, las sábanas.
El jarrón del comedor estalló. Seguro el intruso intentó llevárselo y se le resbaló, no lo sé, pero cada vez estaba más cerca de mi recámara.
¿Y qué vas a hacer?, me preguntó soberbia. ¿Ahora cómo te salvas de ésta?
Callé.
No, ahora me dices. Piénsale, mijita.
Frustrada de no poder moverme, grité en mi mente. Ni así dejé de escucharla.
No, mijita… No. No lloremos, ¿va? Vamos a calmarnos, ¿te parece? No me parecía. Nunca me pareció quedarme quietecita en un rincón mientrás él llegaba cayéndose de pedo cada noche.
Ni te atrevas…
El cerrojo de mi puerta se sacudió. La puerta se abrió de par en par. Chocó contra la pared. Escuché su sorpresa, el miedo de ser reconocido, atrapado.
Pobrecito, está asustado.
En la periferia de mi visión, vi su silueta oscura, petrificada igual que yo. Retrocedió un par de pasos, midiendo el espacio con las manos. Creo que estaba cuidando no hacer ruido.
No te muevas, mijita. Ya se va. Como siempre, te saldrás con la tuya. Mi jadeo fue inevitable. Me retorcí entre la colcha y mis meados. Me aferré a las sábanas. Recurrí a toda mi fuerza para hacerle frente. Me saldré con la mía, hija de la chingada. Le escupí con la quijada trabada.
Calla, mija. Calla. Te va a esc…
El movimiento me distrajo. La silueta, el intruso, se percató de mí, de mi vigilia. Asombrado, acercó el rostro enmascarado, hasta el mío desnudo. Giraba la cabeza, analizándome. No tardó en acercar un dedo a mi mejilla. Me acarició titubeante, excitado.
Es un puerco. Como los que te gustan, ¿no? ¿Por eso estás tan tranquila?
Su mano se deslizó hasta mis clavículas. Las descubrió de los tirantes que me arropaban. Lo escuchaba jadeando.
Mis lágrimas resurgieron. Se mezclaban con la mugre debajo de sus uñas.
Ya, mijita. Ni pa’ qué lloras si tú te lo buscaste.
No pude más que cerrar los ojos. Ignorar la voz e ignorar las caricias. Pronto pasará, pensé mientras sentí la muerte montarse sobre mí.
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