Hoy no me siento bien. Algo se rompió. Decidí salir a caminar para despejar el vacío abdominal.
Mientras niños corren por el parque, parejas se besan, aves vuelan, algo dentro de mi cabeza me dice que quizá muera pronto. Espero que sea cierto. Sin embargo, no puedo poner el dedo al renglón de donde proviene esta voz.
Tras varias vueltas, me doy cuenta de que quedé atrapada alrededor de una fuente. La gente me juzga de rara. No me siento bien. Algo me encabrona. Quiero gritarles que chinguen a su madre y cachetear al primero que se me acerque. Pero no lo hago. Me alejo de la fuente. Me pierdo entre los arbustos hasta que encuentro una banca.
Me siento cansada y me recargo contra el metal frío. Una jacaranda intenta alcanzarme con la punta de sus dedos. Creo que me quiere acariciar, consolarme. Mejor me paro, pero cuando pretendo seguir…
Una explosión.
Caigo contra el concreto. Mis palmas se desgarran por la fricción. El cráneo rebota. Escucho los pasos acelerados de la multitud, sus gritos, su desesperación y huída.
Intento levantarme, pero alguien me patea. Pierdo el enfoque y el aliento. Me soporto en las rodillas, mientras recupero la visión.
Cuando al fin estoy de pie, descubro mi sombra proyectándose a lo largo del pasto. Un frío cobijo para las plantas, la tierra, las flores. Los demás la siguen, en fuga, pero yo volteo a la fuente de la luz.
Por un momento me ciega, tengo que proteger los ojos con el antebrazo aún adolorido. En poco tiempo, mis pupilas se acostumbran al destello. A lo lejos, dos o tres cuadras, una estela de luz se erige hasta perderse entre las nubes. Consume todo color a su alrededor. Como fuego que penetra el cielo, lo corrompe. La mano de dios al fin decidió tocar sus aposentos; no en una cálida caricia, sino como el martillo de los tiempos.
De pronto, una niña tropieza conmigo. Lloriquea y pide mi ayuda; no me inmuto. Soy una mosca vacía que sabe a dónde dirigirse. La voz es clara, tiene su origen y su fin.
La estela me llama.
Entre empujones y golpes, me abro paso entre los cobardes. Llego antes de lo que esperaba. Mi corazón otra vez con fuerza infantil. Mis ojos se asombran con la magnitud de lo que presencio; mi aliento se abruma con mi insignificancia.
En su interior, descubro todos los colores que conocía. Abrasa mi piel. Cada vez estoy más cerca de escuchar con toda claridad la voz, ese canto de sirena. Puedo sentirlo en mis entrañas; el calor, la plenitud, el final…
Mi mano se acerca por su cuenta, anhelante. Estoy cerca. Estoy viva.
Puedo sentir cómo me desintegro en la luz; me consume dentro de su existencia. Soy una con ella. Puedo ver la ciudad, su pánico e incomprensión. Me descubro en sus rostros, en su sentir.
Todo está por terminar. La estela comienza a expandirse, y yo con ella. Recubre cada edificio, cada árbol, cada casa y cada individuo en su luz. Nos volvemos uno en su interior y en nuestro sentir. No tememos. No gritamos. No intentamos escapar. Sabemos que la implosión terminará con la vida, pero no significa el final, porque ya no hay un final.
La estela se contrae hasta que somos una partícula de oscuridad infinita flotando en la eternidad.
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