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  • Foto del escritorVago Flores

También los halcones caen

Cualquiera pensaría que aún vuelan juntos. El Halcón Blanco era libre, más que cualquier otro de su clase. Sólo se le vio descansar las alas en el Nido de Concreto. Salió en todos los periódicos de la ciudad: “¡Los halcones también se cansan!”, junto a una foto donde se veía una mancha blanca, como un fantasma infantil. ¡Ah! Por supuesto, lo acompañanaba otra, más pequeña; apenas un borrón café. La prensa no lo pudo confirmar, pero sí era el Halcón y sí estaba cansado. En cuanto a la mancha café, el niño, era El Pichón. “Tienes espíritu, Pichón”, le dijo entonces el Halcón con la mirada. Pero el pajarillo estaba más ocupado descubriendo el Nido. Encontraba pájaros por todos lados: un cóndor escondido en el rincón, águilas buscando sus presas, algunos canarios armando conciertos… No podía creer que estuviera en el cielo. No muerto, sino arriba de toda la ciudad, de los hombres. ¿Cómo llegó ahí? Sólo El Pichón podría contarlo… Por eso, hoy, tenemos la entrevista, no de esa primera vez que entró al Nido de Concreto, sino de la última que salió de él con el Halcón. —Fue nuestra última batalla -dice mirando directo a la cámara. Incluso detrás del antifaz café, se distinguen lágrimas. —¿Estás bien, Pichón? —no contesta. —”Volarás alto”, me dijo antes de partir. Apenas era un niño y le creí —de nuevo, la gargante del héroe se cierra. Quiere continuar, contar la historia de su mentor, pero algo lo detiene. —Pero, cuéntanos: ¿qué pasó? —Debí serguirlo… Necesitaba mi ayuda para enfrentar al Dr. Q… —¿Su archienemigo? —le pregunto por el conocimiento de la audiencia. —No, no puedo decir que eran archienemigos. Sría darle demasiada importancia al Doctor. Digamos que sólo era una personas con ideas… diferentes. Una mala persona. —Ajá… Continúa —pero el héroe no puede continuar con la narración—. ¿Qué sucede, señor Pichón? Se disculpa con una sonrisa forzada. —Todos saben de Q, o al menos lo conocieron en su momento; letal cual veneo, sigiloso como sombra. No hubo una sola vez que no lo sintiera fluir como la sangre entre mis venas. —¿Recuerdas la primera vez que lo viste? —¿Quién no? Aún puedo sentir las navajas por todo el cuerpo. Lloré. No lo olvido. Pero Halcón estuvo conmigo. No me soltó ni un momento. “Tú puedes, Pichón”, me repitió todo el proceso y… Bueno, aquí me tienes, después de tantos años. —¿Años? —El Dr. Q es un veneno que tarda en sacarse. —Cuéntanos: ¿cómo te apoyó el Halcón en aquella ocasión? —Sería más rápido responder cómo no. No conozco a alguien que olvide su pico amarillento, cansado, pero nunca harto de sonreír. No importaba en qué situación estuviera. Incluso en su última batalla… —¡Por favor! Dinos qué pasó. —Que no me dejó ir con él. “Alguien debe quedarse con los pequeños”, me dijo. Él se hubiera quedado, de poder, pero me aseguró que no confiaba en nadia más que en mí para protegerlos… Su sonrisa… Su pico nunca perdió brillo. Sus alas se arrastraban por el piso, pero la frente rozaba el cielo. “’Va a volver, verdad?’, me preguntaban los niños. No voy a mentir, algo me decía que no, pero siempre les respondí que El Halcón nunca se fue, ¿sabes? Por fin le robo una sonrisa al Pichón. —Y, luego, ¿qué pasó? Los nervios te debieron estar matanan… —pierdo la sonrisa. Espero hayan tomado una buena fotografía. —A mí no. El silencio prevalece durante un tenso momento, hasta que se anima a hablar: —Como dije, los niños se mantenían inquietos. La mayoría intentaba reírse de lo que fuera. Algunos señalaban mi cabeza: “¡Canica! ¡Cabeza de canica!”. Hice lo que pude para mantenerlos así; mantuve el pico sonriendo, aunque por dentro… por dentro… —Te entiendo. Descuida —de un salto vuela sobre la silla—. ¡Paren la toma! Tengo que correr para alcanzarlo. Desde el suelo, lo tranquilizo. —Vamos, Pichón; todo está bien. ¡Ni siquiera tenemos que seguir grabando! —parezco convencerlo, pero, lógicamente, le digo al camarógrafo que siga rodando. Ni se dará cuenta. Además, es buena publicidad para él; no se puede quejar—. Por cierto, ¡magnífico vuelo! Casi no te alcanzo. —No siempre fue así. Esa tarde no lo fue… Seguí sentado, en la misma postura. No perdía la guardia de los niños. Mi espalda quería partirse. Mis alas eran débiles… inmaduras… Pero El Halcón me lo pidió. No le iba a fallar. Ni siquiera me quejé. Nunca me quejé. ¡Maldito dolor de espalda! ¡Maldito Q! Sólo imaginaba a El Halcón peleando contra las navajas del Doctor, volando con sus sueños y esas alas… esas alas… ¡Y su pico! Su pico podía romper cualquier jaula que le impusieran. Sobre todo, lo imaginaba con su pecho inflado, nunca mirando atrás… “Aún recuerdo a las dos mujeres que se me acercaron entre los niños. ‘¿Pío Volárez?’, al escuchar mi nombre, lo supe… ‘Lo sentimos mucho, hijo…’. Pero ninguna condolencia me importaba. Hasta la fecha no recuerdo haber aleteado tanto. ¡Debía de estar con él! Mi alas golpearon toda la habitación. ‘Pero, ¿quién estaría con ellos, entonces?’, me hubiera preguntado, al señalar a los niños. En un segundo perdí toda mi fuerza. —¿Se cansaron tus alas? —No. Vi el miedo en los pequeños. Las lágrimas caían. No le temían a Q… Huían de mí. Así era le veneno del Doctor, cuando menos te lo esperabas, te controlaba, te llenaba… Intenté disculparme, pero nunca me verían igual. —Puedo imaginar lo que sentiste… —No. No puedes. Los niños tenían miedo, pero yo estaba aterrado. No sabía qué hacer. Imaginé a El Halcón volando hasta mí, llevándome entre sus alas. Así fue durante años. Incluso hoy, aquí, está conmigo. —Gracias, Pichón… Hoy entiendo que lo héroes se forman, no al vencer a su pero enemigo, sino al obligarlo a ser su aliado, al enfrentar sus peores miedos y mantener el vuelo en alto.

No todo lo que escribo es seda.

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