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Foto del escritorVago Flores

ZACATE: "Dientes de león"

Siempre me dijiste que cuando viera un diente de león soplara tan fuerte como pudiera, pues a donde lleguen sus pétalos es qué tan lejos llegarán mis sueños.


Hace años no veía uno y, claro, así me tenías que recibir en este seco pastizal, con uno en mi camino. Dejo mis cosas en el suelo un momento y lo tomo con cuidado para que no me regañes. Sus “garcetas”, como te gusta decirles, están completamente blancas, listas para soñar con ellas, y soplo…


¿Te acuerdas de la primera vez que vinimos? Éramos unos niños y no mames que lo encontramos por casualidad. Estábamos escapando de la escuela, ¿no? Agüevo, tenías miedo del exámen de Cálculo, así que sólo caminamos y caminamos y llegamos aquí. Yo te dije que fuéramos al taller, pero tú tenías que insistir, como siempre, en que camináramos. El cielo estaba nublado, pero cómo carajo ibamos a imaginar que se caería de tal manera. Aún así, nunca dejamos de visitar.


Aquí pasamos nuestro primer beso y los que le siguieron, tantas promesas, tantos miedos; pasamos mentadas de madre y reconciliaciones; pasaron tantos años…


Mis brazos se están cansando de cargar la maleta, pero casi llegamos.


El viento frío recorre el cansancio de mi cuerpo, me recuerda que es hoy. Intento abrigarme con el cuello de la chamarra. De nada sirve, se ha metido hasta mis huesos.


Escucho el zacate tronar bajo las botas. ¿Cómo le dices a este ruido? “Melodía del campo en B mayor”, cierto. Me acuerdo de cuando soltaste tu mochila en una mano y tu abrigo en la otra y empezaste a correr en círculos por todos lados, con tal de escuchar tu melodía. Era un concierto privado para mí, me dijiste entre risas soñadoras.


Me detengo un momento para apreciarlo. Cierro los ojos y escucho tu melodía. ¿Tú también la escuchas? Puedo sentir la calidez de tu mano sujetando la mía. Si pudieras, me abrazarías, estoy seguro. Pero no puedes.


Abro los ojos y descubro tu lápida justo donde la dejé.


Sé que tu cuerpo está en el cementerio donde te enterraron tus padres, pero tú querías descansar aquí. Me encerré días en el taller, para grabar tu nombre en este pinche pedazo de madera. Me hice cargo de cada detalle, cada surco, el barniz, la pintura… Ahora no es más que un tabla podrida con tu nombre apenas a la vista.


¿Qué más podía hacer? Tenía quince años, Diana. Quince putos años… No estaba listo. Cómo chingados se te ocurrió dejarme así. Aún no estoy listo. No puedo seguir así, soñándote en cada rincón, hablándole al vacío, implorando que cada sombra sea la tuya.


Acomodo mi maleta junto a la tabla y me recuesto para ver las nubes. Sé que siempre lo hacíamos, pero, siendo honesto, yo sólo me quedaba viendo tu rostro, tu sonrisa, tus anhelos. Al menos estas nubes son mías, aunque te piense en ellas. En sus formas leo nuestra historia una vez más. La alegría, la enfermedad, el hospital y las máquinas. Escucho tu adiós y la alarma que anunció cuando tu corazón dejó de palpitar. Escucho mis gritos y a los doctores desesperados por salvarte, como si mi vacío fuera de ellos. Escucho mi llanto…


Giro el rostro y me enjuago las lágrimas. Es hora.


Con dolor, me apoyo contra el zacate seco y me doy cuenta de que funcionará perfecto. Abro la maleta, tomo el tanque de gasolina y la esparzo por todos lados. No sé si mi manos están empapadas de ésta o por llorar. Sólo sé que duele el frío, la ausencia, el recuerdo…


Tomo el encendedor que algún día me regalaste y dejo que las llamas consuman el zacate, las risas, todo a su alrededor. El calor golpea sin aviso, como los besos que me dabas; me envuelve en un abrazo del que no quiero escapar.


Retrocedo; no estoy aquí para perderme más. Me dirías que soy un pendejo, que viva mi vida, que siga adelante, y tienes razón.


Regreso por el camino que nos trajo, entre las cenizas que despegan de los dientes de león.

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