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  • Foto del escritorVago Flores

Gene o Malcolm

Los tiempos son difíciles. Al chile, llevo casi medio año encerrado. Salgo sólo para lo indispensable: pasear al flaco, hacer el mandado y SE CHIN GÓ. Y hace unas semanas, salí una vez extra para visitar a mi hermanita —no le digas “Vaguilla” que se emputa—; ella pasó por mí en su carro, los dos con cubrebocas y nos lanzamos directo a su depa. No hay más.


En seis meses, sólo una salida social.


Lo demás me la paso encerrado con Mort y con mi Duende. ¿Ahora entiendes por qué escribo tanto? Pues, sí, carajo, pero mi pedo no es el encierro; mi pedo es que, ante la falta de estímulos externos, mi mente tiende a viajar al pasado, me pierdo en los recuerdos, los recreo una y otra vez como con las VHS que crecí. Ya no sé qué es real y qué no.


Justo hace unos días publiqué Ruido blanco. Los que me conocen saben que yo soy El hombre. Yo viví esa historia. La mayoría de mis cuentos los experimenté de una u otra forma. Fue hace como tres años, en el peor momento de mi ansiedad, estaba hasta la chingada de la vida, pasaba junto a las avenidas y sólo pensaba en lo fácil que sería aventarme y que me atropellaran. No suicidarme; por suerte, nunca he tenido pensamientos suicidas. Hablo de algo mucho más profundo: dejar de existir. La no existencia propia y ajena.


Las demás personas me cagaban la madre. Los vendedores, los peatones, los conductores… Todos.


Iba rumbo a la universidad y cargaba una güeva impresionante. Era mi último o de mis últimos semestres, se suponía que debía estar emocionado por salir al mundo y ser un "profesional", pero a mí sólo me pesaban las nalgas. El ruido me aturdía. El clima me hostigaba, pinche lluvia defectuosa. Me bajé del metrobus y caminé entre las calles y, al igual que el hombre de la ficción, me fascinó ser el único con paraguas, me sentí como Gene Kelly cantándole a la desgracia ajena. Quizá más como Malcolm McDowell.


Pero esta chava —porque en mi realidad no era una niña, sino una joven de unos dieciseis, dieciocho años, pero eso no es tan tierno—, se inminiscuyó debajo de mi paraguas. No dijo palabra, sólo me observó con la actitud más natural y fluida, cual amigos de toda la vida, cual novia, cual amante, y me sonrió. Qué pinches güevotes.


Quería mandarla a chingar a su madre y dejarla empapándose debajo de la tormenta, pero su sonrisa… su maldita sonrisa me detuvo. Sometido a la lluvia, al cansancio, a la ansiedad que se arrastraba desde el piso hasta mi nuca, su sonrisa me dijo “’Pérate, Vago”, y con esa misma sonrisa me acompañó dos o tres cuadras, no estoy seguro. Sus pasos ligeros flotaban sobre los charcos, sus manos bailaban a los lados, su mirada siempre al frente, en alto. Hasta que, llegados a un edificio cualquiera, uno al que nunca le había puesto atención a pesar de que era mi recorrido de todos los días, me volteó a ver y con la misma alegría con la que llegó, me dio las gracias. Desapareció detrás de la puerta. Así de chingona, sin saludo o despedida.


Una joven más, en una ciudad de millones de personas. Casi tres años y no la olvido. Aún sueño con ella o la recuerdo cuando en esas raras ocasiones camino emputado por las calles.


Desde entonces quise escribirle un cuento o un cortometraje, un gracias de mi parte, pero no encontraba en qué apoyarme. No hasta este encierro, hasta la semana pasada. Invariablemente, ahora, cada que la recuerdo, no sólo es su sonrisa la que se plasma en el recuerdo. No sé si me lo imagino o si sí pasó, pero en la escena yo también sonrío, por primera vez en tanto tiempo, en el pasado ansioso. Esa desconocida que nunca volveré a ver en mi vida, que ni siquiera creo poder reconocer si la viera, me cambió. Me mostró que la felicidad es un momento suspendido en el tiempo, no un estado perpetuo y consciente. Al igual que la ansiedad se aferró a mí, pero la alegría no lo hace desde el suelo, sino desde adentro, como fiebre que no puedes parar.


Los tiempos son difíciles y de nosotros depende sabernos Gene Kelly o Malcolm McDowell, y yo, neta, agradezco que me puedo aferrar a aquella sonrisa y cantar debajo de la tormenta que es mi encierro.


Espero que ella también.

No todo lo que escribo es seda.

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